jueves, 27 de abril de 2017

2 meses sin

La vida sin Ronda continúa. Han pasado dos meses, aunque el tiempo ahora se mide de un modo distinto. Uno que convierte los minutos en algo más denso y pesado. Como si la sensación temporal se duplicase, viviendo el doble de horas por día. Pero no, sólo han pasado dos meses. Dos largos y extenuantes meses con sus insómincas noches.


Espero volver a dormir bien algún día. Sin sobresaltos ni desvelos. Porque esos momentos de la noche son los peores. No sé qué tienen esas horas para dar tan clarividencia, pero es ahí cuando los miedos se vuelven más puros. La angustia aparece desnuda y dispuesta a mostrar todos sus rincones; enfrentándote a todo lo que llevas evitando durante el día (dicho así suena muy poético pero es una mierda, punto)

ronda, valle colina, adopcion, lobo herreño, muerte, perro, perdida

Es devastador querer huir de tus propios pensamientos, tener que ahogarlos con cualquier cosa porque el silencio no es una opción. ¡Agotador! Silenciar mi propia conciencia me ha regalado un par de canas. Es mi regalo de bienvenida a la vejez: tome usted, un motivo más por el que preocuparse. Aunque ahora mismo éste ocupa un lugar bastante bajo en mi ranking de tragedias, pero aspiraba a volverme canosa cuando pagar una peluquería no fuese un problema.


Pese a todo, he empezado a recuperar ciertos hábitos y creo que consigo aparentar bastante bien una normalidad que no incomode al resto: de puertas para fuera, nadie lo diría. Lo que sí percibo es una mecha más corta en general. Una ultrasensibilidad que me hace menos tolerante con la estupidez y las faltas de respeto. A lo mejor vivir en el monte me está haciendo más huraña pero no soporto las faltas de educación, la desconsideración y la invasión de mi espacio. Si pudiera ir haciendo desaparecer gente con un botón, lo desgastaría. Por otro lado, vuelvo a valorar los pequeños momentos, como el paisaje desde el coche o una conversación inesperadamente interesante. Quiero acumular más de todo eso, lo cual es un buen síntoma que me aleja del ostracismo.


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Lo que no se me va (y tal vez no lo haga nunca), es el pensar constantemente lo que a Ronda le habría gustado estar ahí, cómo lo habría disfrutado y lo mucho que su presencia mejoraría el momento. Lo sé, es devaluar la realidad en favor de un imposible pero no puedo evitarlo. A los creyentes les reconforta pensar que el otro sigue ahí de algún modo (con las terribles consecuencias para la intimidad que conlleva eso) pero mi realidad no es compatible con este tipo de fantasías. Ya no está y no volverá a estar nunca más. Asumir este infinito inalterable es lo más duro, pues no deja de ser un derivado más del miedo a la muerte. Qué pena que nada de esto tenga sentido y que todo esté destinado al más absoluto de los olvidos.

viernes, 21 de abril de 2017

Hans Christian Andersen: cuento de desamor


El cuento de la Sirenita está de aniversario. Se cumplen 180 años desde su publicación. Prácticamente dos siglos desde que el poeta y escritor danés, Hans Christian Andersen, lo incluyera en el tercer volumen de Cuentos de hadas contados para niños. Un relato que se aleja de la versión azucarada que Disney llevó a los cines, sin final feliz o perdices a la vista, pues la Sirenita fue concebida como el desahogo de un corazón roto. Un cuento donde la renuncia y la desesperanza lo ocupan todo, reflejo de la desdichada vida amorosa de Andersen, que vio frustrados todos sus intentos de enamorarse.

Sus cuentos serían el refugio de sus penas, un salvoconducto para la posteridad que no le ayudaría a experimentar aquello que tanto anhelaba: un amor correspondido. En su diario dejaría escrito este lamento: «Todopoderoso Dios, tú eres lo único que tengo, tú que gobiernas mi sino, ¡debo rendirme a ti! ¡Dame una forma de vida! ¡Dame una novia! ¡Mi sangre quiere amor, como lo quiere mi corazón!». Una petición desoída y que dejó a Andersen con una sexualidad frustrada. Sus deseos iban en ambas direcciones, llegando a declarar su amor tanto a mujeres como a hombres, pero obteniendo siempre como respuesta un desconsolado premio de consolación: amistad. Visto como un hermano, quedó privado de afecto.


Un patito feo que no llegó a cisne

Hans Christian Andersen creció siendo un muchacho desgarbado, con rasgos que no parecían encajar entre sí y con unos modales afeminados que no invitaban a la popularidad. No es de extrañar, entonces, que uno de sus primeros cuentos fuese El patito feo. Pero a diferencia de su protagonista, Andersen no llegó nunca a alcanzar la fase de cisne, ni tan siquiera cuando sus historias se recibían con entusiasmo entre los miembros de la Corte.

Tan poco agraciado era, que William Bloch, autor y director teatral danés, lo describiría así: «Extraño y bizarro en sus movimientos. Sus piernas y sus brazos son largos, delgados y fuera de toda proporción; sus manos, anchas y planas, y sus pies son tan gigantescos que nadie piensa en robarle las botas. Su nariz es, digamos, de estilo romano, pero tan desproporcionadamente larga que domina toda la cara; cuando uno se despide de él, su nariz es lo que más recuerda.»

Profesionalmente alcanzó un prestigio que se ha mantenido inalterable hasta nuestros días. En Dinamarca es considerado un héroe nacional y su figura corona varias plazas. Pero su imagen de patito feo nunca lo abandonaría, incapaz de traspasar el umbral de lo platónico. Como nunca se casó, ni llegó a mantener relaciones sexuales, su imagen quedaría asociada a la pureza. Un personaje blanco y angelical, adjetivos muy útiles para su asociación con el mundo de los cuentos. Este legado se mantuvo inmaculado hasta que Jackie Wullschlager se atrevió a profundizar en la parte más terrenal del autor quien, al parecer, tenía pulsiones humanas después de todo. En La vida de un narrador, Wullschlager destierra la idea de una castidad elegida por convicción, y más propiciada por el miedo y la culpabilidad religiosa.

Durante su estancia en París, Andersen visitaría varios burdeles pero su represión sólo le permitiría hablar con las chicas y hacer acopio mental de imágenes para su posterior desahogo, siempre a solas. Una actividad que practicaba con intensidad, hasta el punto de sentir dolor. De hecho, cada vez que se masturbaba añadía una cruz en su diario, un registro que solía incluir muchos más detalles, descritos con inesperada franqueza. Por lo que no parece que tuviera un verdadero afán de mantener intacta su inocencia, sino que se movía entre el deseo y la culpa como una condena.

lunes, 17 de abril de 2017

Westworld

En un futuro no tan lejano, la humanidad cuenta con un nuevo pasatiempo, una atracción sin precedentes bautizada como Westworld. Este parque de escala monumental ofrece a los usuarios la oportunidad de experimentar la vida del salvaje oeste, un mundo sin ley donde la supervivencia está a la orden del día. En este escenario, guiado por forajidos y prostitutas, los asistentes pueden dar rienda suelta a sus instintos más primarios. ¿Lo mejor? No hay lugar para el remordimiento pues aunque los personajes que dan vida a esta fantasía tienen una apariencia perfectamente humana, no son otra cosa que estilizados robots. Cuidadas inteligencias artificiales que reciben el nombre de “anfitriones” y que han sido diseñadas para atraer y complacer a sus invitados.


La atracción es anunciada como una oportunidad de autoconocimiento, de revelar tu verdadero ser y dar respuesta a la gran pregunta: ¿quién soy en realidad? Un acto de fe que se desmorona con la elección prioritaria de sus usuarios: sexo y violencia sin medida. Pues en Westworld, el visitante siempre gana. Los anfitriones, fieles a las leyes de la robótica de Asimov, no pueden infringir daño. Y es que la serie ha querido mantener los códigos propios de la ciencia ficción, haciendo constantes referencias a las teorías que su literatura ha alumbrado. Es el caso del escritor Isaac Asimov, quien concibió una serie de normas con las que regir el comportamiento de los robots del mañana. Descritas en sus novelas como “formulaciones matemáticas impresas en los senderos positrónicos del cerebro” o, lo que es lo mismo, líneas de código con las que establecer un manual de conducta. En compendio, serían tres leyes básicas:

1ª Ley: Un robot no hará daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
2ª Ley: Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la 1ª Ley.
3ª Ley: Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la 1ª o la 2ª Ley.

Asimov crea así el equivalente a una moralidad artificial, una especie de ética que guía las acciones de los robots, al tiempo que protege a los seres humanos. Pues uno de los miedos recurrentes de la ciencia ficción, es la posibilidad de que nuestra creación se nos vuelva en contra.




La creación puesta a prueba

El prodigioso creador de vida de Westworld es el doctor Robert Ford, interpretado por Anthony Hopkins, y de cuyo nombre se intuye una alusión al padre de la producción industrial: Henry Ford. Como su antecesor, Ford produce robots en cadena cada vez más perfectos. Los anfitriones, con sus personalidades definidas, son capaces de improvisar dentro de la pequeña narrativa que tienen destinada; y, pase lo que pase en el parque, a la mañana siguiente amanecen reconstruidos y con la memoria en blanco.


Esta amnesia frente a lo acontecido, concede a los visitantes el alivio que necesitan; convenciéndose de que todo el daño cometido, quedará en el olvido. Al fin y al cabo, los robots no sienten, sólo replican los dictados que Ford les ha dado. Un comportamiento pautado y un pasado hecho a medida, compuesto de recuerdos trágicos. Estas evocaciones, junto a sus relaciones familiares y de pareja, aportan mayor consistencia a la historia, enriqueciendo la experiencia de los visitantes. “Al principio me pareció cruel que los emparejasen” –comenta el personaje interpretado por Ed Harris− “pero luego comprendí que, para ganar, otro tiene que perder”.

Harris, que da voz al desalmado “Hombre de Negro”, es uno de los visitantes más veteranos del parque. Conoce todas las tramas y a todos sus personajes y, después de años de jugar, se ha cansado de ser Dios. Esa constante insatisfacción humana, será el motivo que llevará a Harris a explorar los límites de Westworld. Una búsqueda centrada en encontrar el laberinto, un nivel más profundo del juego, no apto para principiantes.


Mientras el Hombre de Negro avanza en su misión, los robots empezarán a salirse del bucle impuesto, saltándose el guión y recordando algunos de los incidentes acontecidos. La voluntad parecerá mover sus acciones, como si hubiesen alcanzado un grado más de evolución. ¿Están empezando a ser conscientes? ¿Cuánta autonomía real puede concedérsele a una inteligencia artificial? Éstas serán las preguntas que se desarrollarán a lo largo de toda la temporada. Diez episodios presentados con una calidad cinematográfica excelente pues, más que una serie, cada capítulo parece una película en miniatura.  No en vano HBO le dedicó un presupuesto de 100 millones de dólares, lo que equivale a unos 10 millones de media por episodio.

Todo este despliegue, concentrado en un proyecto que tardó varios años en gestarse, ha valido la pena. Porque Westworld cautiva por su escenografía y grandes nombres (como J. J. Abrams en la producción)  sin desmerecer por ello lo cuidado de su historia. Los capítulos enganchan e invitan a soñar y debatir sobre un futuro, no tan inalcanzable.

lunes, 20 de marzo de 2017

Ante la pérdida de derechos: ¡Revoluciónate!


Empezar un nuevo año trae consigo la ilusión de que todo es posible, nuevas oportunidades están al acecho, deseando dejarse atrapar por esta nueva versión de nosotros mismos. Atender los propósitos personales está muy bien, sin embargo, no hay que olvidarse de los objetivos colectivos; pues una puesta a punto totalmente individualizada puede hacernos ignorar el panorama completo, del que también somos parte. Es como esa viñeta que muestra una barca que empieza a hundirse por un extremo, obligando a las personas más próximas al agujero, a echar el agua fuera desesperadamente; mientras, el resto de pasajeros situados algo más lejos de la catástrofe, respiran aliviados: ¡qué suerte no estar en ese lado! Olvidando que comparten bote.

En esta línea, Jordi Évole abordó su primera columna de 2017. El periodista quiso hacer un recordatorio, una llamada de atención con el fin de evitar que volvamos a anestesiarnos. Así, Évole se pregunta en su artículo qué ha sido de la indignación: “Ves los informativos y parece que ya nadie protesta. ¿Ya no hay problemas? ¿Ya no hay crisis? ¿Ya no hay desahucios? ¿Ya no hay recortes? A ver si volvemos a estar en la Champions League de la economía y no me he enterado.”

El comentario de Évole apareció en pleno mes de rebajas, con los estantes de las tiendas arrasados y largas colas en formación. Una alegría que ya se anticipaba durante las ventas navideñas, las cuales crecieron un 5% respecto a diciembre del año pasado. Los parkings llenos y las zonas comerciales intransitables dieron muestra de ello. Unos datos que podrían ser positivos si, efectivamente, estuviesen teniendo lugar cambios importantes en la economía y, especialmente, en la maltrecha clase media. ¿Se están recuperando las familias o simplemente han empezado a conformarse? El crecimiento de las ventas, ¿indica recuperación o es el retorno de los malos hábitos?

Y es que parece cumplirse el pronóstico de Arturo Pérez Reverte: no hemos aprendido nada. El escritor lanzó esta predicción en octubre del año pasado durante una entrevista: «la gente quiere que acabe la crisis para volver a lo mismo: comprarse otro coche con hipoteca, irse a Cancún de vacaciones…» En definitiva, seguir igual pero sin análisis o lección mediante. Descorazonadoramente, parece estar en lo cierto. Salvo por el hecho de que, aunque para algunos la situación empiece a mejorar con la llegada de un nuevo contrato, lo hace en su versión más pobre con sueldos precarios, horarios imposibles y amenazas en caso de baja. Un nuevo trabajador que vive en una incertidumbre constante pero asumida, porque (ya conocemos el mantra): ¡ya es una suerte que te dejen trabajar! Pues resulta que las obligaciones son ahora privilegios.

lunes, 13 de marzo de 2017

Trabajando gratis


“Trabaje gratis”, dice el cartel. Unas luces de neón lo acompañan, parpadeantes, con la intención de hacerlo más vistoso, pues no es algo que haya que pedir con la boca pequeña. Quién sabe, a lo mejor el parpadeo de colores le aturde y pierde por fin todo el sentido y el valor de las cosas. Igual hasta se queda ciego de principios, derechos y convicciones, pasando a formar parte del engranaje de explotación que parece regir muchos de los puestos de trabajo en España.

Simplificando: la esclavitud ha vuelto; está de moda. Y esta vez sin necesidad de cadenas o latigazos intimidatorios, porque las cabezas gachas y la dignidad ausente vienen de serie. Una pandemia que a muchos interesa que no se erradique porque aumenta los ingresos de unos pocos, a costa del esfuerzo de la mayoría.

“Son las circunstancias” o “Es la situación”, son las excusas que legitiman estas propuestas deshonestas. Situación y circunstancias que sólo tienen en cuenta un lado, obviando la necesidad ajena. En unos pocos años hemos pasado de un escenario donde ser mileurista era estar mal pagado a convertir la misma cantidad en una meta aspiracional. ¿Qué ha pasado? El coste de la vida no se ha abaratado y la preparación de la gente ha ido en aumento. ¿Tan poderosa ha sido la crisis como para reprogramarnos enteros?

En mayo de 2016, el presidente de la CEOE, Juan Rosell, afirmó sin titubeos que  el trabajo “fijo y seguro” era “un concepto del siglo XIX”; en el futuro, matizó, habrá que “ganárselo todos los días”. Una reflexión a la que llegó después de asegurarse una subida de su sueldo como consejero de Gas Natural Fenosa −empleo arduo donde los haya−, de un 64% o, lo que es lo mismo, 208.000 euros brutos al año.

Si así se expresan los representantes de la patronal, no sorprende que el mercado laboral se llene de ofertas cuya retribución se basa en palmaditas en la espalda y cuentas bancarias a cero. “Así coges experiencia” o “Al menos te entretienes” son los argumentos con los que tiran por tierra el Artículo 35 de nuestra Constitución: Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo (…) y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia. Repetimos: “remuneración suficiente” y no palabras de aliento. Porque el verdadero reconocimiento se refleja en la nómina. 

jueves, 9 de marzo de 2017

Cuéntame un cuento… ¡pero como los de antes!

Son ya muchas las generaciones que han crecido con los cuentos tradicionales presentados a través del filtro de Disney, versiones que incluyen canciones pegadizas y finales almibarados. Son, en resumen, fantasías bien amortiguadas donde la justicia y los buenos actos terminan siempre por salir airosos, lo que deja un ambiente sosegado que anticipa los más apacibles sueños. Sin embargo, no era éste el efecto que los primeros cuentos pretendían. Siendo muchos más brutales en sus narraciones primigenias, reflejo de la sociedad del momento. Porque si algo ha caracterizado a los cuentos, es su maleabilidad; esa capacidad de adaptarse a los tiempos para seguir cautivándonos.

Disney los dulcificó y Pixar inició la costumbre de añadir capas a las historias, de modo que tanto niños como adultos, puedan seguir una trama personalizada. Pero estas variantes no son nuevas, sino que han ido sucediéndose desde que el cuento es cuento. De ahí que se conozcan versiones de la Cenicienta en la China Imperial o de La Bella durmiente en la Dinastía XX de Egipto. Piezas que han ido integrando −y evolucionando− el folclore y otras leyendas para adaptarse a las distintas necesidades generacionales.


Sería al pasar del formato oral al escrito donde parte de estos relatos se enfocarían al público más joven. Anteriormente, los cuentos eran un entretenimiento adulto, por lo que no era extraño que incluyesen pasajes violentos o sexuales. Tampoco existían términos como “control parental” o “advertencias de sensibilidad”, ya que primaban cuestiones más básicas; algunas tan evidentes como la propia supervivencia, lo que no daba mucho margen a engendrar posibles traumas.

El francés Charles Perrault, el italiano Giambattista Basile o los alemanes hermanos Grimm se encargarían de recopilar y, en ocasiones crear, las historias que aún hoy nutren nuestro cine y literatura. Eso sí, narradas en su versión más áspera y sanguinolenta, donde las perdices del cierre brillan por su ausencia. Unos autores que parecían plenamente consciente de que el mundo, ya incluya hadas y princesas, no es un lugar fácil.

Caperucita Roja


La historia de Caperucita fue narrada de generación en generación hasta que Charles Perrault la transcribió en 1697. Su versión mantiene los elementos clave del engaño y la usurpación de identidad, pero el escritor francés eliminó algunos de los pasajes más crudos. Una de las escenas suprimidas describe un momento de canibalismo por parte de Caperucita quien, engañada por el lobo, come carne y bebe sangre de la Abuela.

Lo que no censuró Perrault, fueron las intenciones libidinosas del lobo. Identificado como el villano de la historia, sus deseos de carne son más eróticos que nutritivos y su objetivo no es otro que terminar con la pobre Caperucita desnuda en la cama. Algo que sucede, tal cual, en esta primera narración. De esta circunstancia terminaría desembocando la expresión “avoir vu le loup”, traducido por un “haber visto al lobo”, como sinónimo de perder la virginidad.

El lobo ejemplifica al prototipo de embaucador, ése que se deja llevar más por sus instintos que por la razón. Perrault, que escribía para entretener a los invitados de la Corte de Versalles, parece querer advertir a las jóvenes de este peligro con su moraleja:

 “Las jovencitas elegantes, bien hechas y bonitas
hacen mal en oír a ciertas gentes,
y que no hay que extrañarse de la broma
de que a tantas el lobo se las coma.
Digo el lobo, porque estos animales
no todos son iguales:
los hay con un carácter excelente y humor afable,
dulce y complaciente, que sin ruido,
sin hiel ni irritación
persiguen a las jóvenes doncellas,
llegando detrás de ellas
a la casa y hasta la habitación.
¿Quién ignora que Lobos tan melosos
son los más peligrosos?”

Los hermanos Grimm, en un intento de suavizar el final, incluyeron el personaje del cazador, el cual termina liberando a Caperucita y su abuela. Éstas renacen −ajenas a las consecuencias de la deglución previa− pero, originalmente, tanto la una como la otra, terminan en el estómago del lobo sin que nadie las salve.

viernes, 3 de marzo de 2017

Superar la muerte de un perro

Hace una semana, escribí:


«La ausencia de Ronda es tan grande, que se ha llevado una parte de mí y ahora sólo puedo vivir a medias. Todo lo bueno lo percibo en su versión más pobre. Y lo malo aparece mil veces potenciado.

Sé que la mente es engañosa pero ahora mismo siento que nunca antes estuve verdaderamente triste. Que sentí apatía, desencanto y, tal vez, una versión adulterada de lo que era la tristeza. Pero nada más, simple simulacro.

No sé cómo la gente afronta y supera las pérdidas, cómo consiguen salir adelante. Hoy me parece que nunca lo hacen, que únicamente se limitan a disimular y fingir que viven cuando sólo representan una vida. Viven pero en otra versión de la realidad, una que filtra las cosas buenas, dejando pasar sólo una pequeña parte; mientras el dolor se abre paso en toda su crudeza.»


Han pasado los días y parece que también las lágrimas. O al menos, ya no me echo a llorar cada diez minutos cuando miro hacia determinados rincones de la casa, o me parece oír sus pasos o percibir su sombra. Ahora entiendo que la gente crea en fantasmas. Nuestro cerebro se empeña en lanzar espejismos, una y otra vez. Si te sugestionas, eres capaz de aferrarte a cualquier cosa. Pero no, ella ya no está.

Es curioso. Yo era de las que no entendía todo el ritual que trae consigo la muerte: el ataúd, las flores, la ceremonia… Pensaba que lo mejor y más consecuente era donar los órganos del fallecido y despedirse sin tanto gasto o protocolo. Sigo pensando que, en mi caso, preferiría una opción más personal. Primero, por coherencia y segundo, porque nunca me han reconfortado las palabras de un cura en un entierro. Sin embargo, esa mentalidad práctica (incluso enfermizamente aséptica) que da la distancia, ha desaparecido.

Cuando vi a Ronda tumbada sobre la mesa del veterinario, ya sin respiración y totalmente ausente, me invadió el deseo de llevármela. No quería dejarla ir, y no hablo en un sentido espiritual, sabía que ya no estaba allí pero, repentinamente, su cuerpo cobró una importancia insospechada. Me daba miedo que la fueran a tratar con brusquedad, sin delicadeza, que la transportasen al crematorio como un simple bulto. Aunque su consciencia ya no estuviese y no pudiese experimentar dolor, quería que la cuidasen y la tratasen con respeto hasta el final.


Ahora tengo la urna con sus cenizas en casa y yo, que creía tener racionalizados los efectos de la muerte, he terminado aferrada a esos restos de grava, sintiendo que aún no ha llegado el momento de despedirme. No es que quiera quedarme con ellas pero tampoco me siento preparada para verlas desaparecer. Ese acto parece tener más significado y connotaciones emocionales de las que esperaba. Por eso me he vuelto más comprensiva con los rituales ajenos y agradezco que haya unas pautas marcadas que sirvan de guía porque, en un momento así, es demasiado fácil bloquearse.

Desafortunadamente, en cuanto a duelo personal no hay nada escrito. Me gustaría conocer la receta mágica para superar la muerte de un ser querido. Descubrir la estrategia e ir dando los pasos adecuados, uno tras otro, hasta conseguirlo. Ojalá entendiese el proceso. De momento me limito a llevar a cabo los pequeños grandes actos, como recuperar hábitos o recopilar sus cosas con el fin de separar lo que puede donarse, de lo que quiero guardar y lo que no. Al final le he regalado todo a Vicky, la podenco que adoptó Guillermo casi a la par que Ronda. Además de su pasado en Valle Colino, ambas comparten esa mirada de ojos tristes que te atraviesan y dicen tanto sin necesidad de palabras. No se separó de mi lado durante la visita y acariciarla fue terapéutico. ¡Hay tanto que agradecer a los perros! A esa forma única que tienen de transmitirnos afecto, calma e incondicionalidad. No hay nada igual.

Vicky y Ronda en el monte

El pensamiento que más me asalta estos días es el de frustración. Me indigna comprobar como todo sigue. Objetivamente sé que nuestro paso por el mundo es de una trascendencia minúscula, que a pocos dejaremos huella y aun así, ese recuerdo está destinado a extinguirse también. Aun así, me duele ver como los días se suceden sin consecuencias. Es cierto que yo los percibo en una tonalidad más gris pero no es suficiente. Y sé que no es sano pero sigue molestándome.

Últimamente sólo puedo refugiarme en las palabras de escritores, son de las pocas cosas que consiguen reconfortarme. Reflexiones como éstas:

La muerte de ciertos seres humanos me tiene a veces sin cuidado, pero la de un perro no me deja nunca indiferente. Siempre sostuve que los animales son mejores que las personas y que cuando algún humano desaparece del mapa, el mundo no pierde gran cosa, incluso se libera de un verdugo o de un imbécil, pero cada vez que muere un perro, todo se vuelve más desleal y sombrío. (artículo completo aquí)


No hay compañía más silenciosa y grata. No hay lealtad tan conmovedora como la de sus ojos atentos, sus lengüetazos y su trufa próxima y húmeda. Nada tan asombroso como la extrema perspicacia de un perro inteligente. No existe mejor alivio para la melancolía y la soledad que su compañía fiel, la seguridad de que moriría por ti, sacrificándose por una caricia o una palabra. He dicho muchas veces que ningún ser humano vale lo que un buen perro. Cuando uno de nosotros muere, no se pierde gran cosa. La vida me dio esa certeza. Pero cuando desaparece un perro noble y valiente, el mundo se torna más oscuro. Más triste y más sucio. (artículo completo aquí)


Siempre me han gustado los animales, pero no conviví con uno (no amé a uno) hasta hace más o menos treinta años, que fue cuando tuve a mi primer perro. Y sí, Anatole France tiene razón: a partir de aquel momento, algo se despertó en mí. Algo que yo ignoraba se hizo presente. Fue como desvelar una porción del mundo que antaño estaba oculta, o como añadirle una nueva dimensión. Convivir con un animal te hace más sabio. Contemplas las cosas de manera distinta y llegas a entenderte a ti mismo de otro modo, como formando parte de algo más vasto. (artículo completo aquí)


Algunas personas también me han sorprendido para bien, por suerte. Ha habido mensajes sinceros y algunos gestos pero como Reverte, me queda la impresión de que el mundo se ha vuelto un lugar más sombrío. Si el tiempo mitigará este efecto, lo desconozco. Vivir al día nunca se había sentido tan inevitable...  

lunes, 27 de febrero de 2017

Ronda: breve homenaje al amor


La primera vez que vi a Ronda, ella ya me había visto a mí. Sentí sus ojos en mi espalda y pese a estar inmersa en unas circunstancias que la aterrorizaban, me sonrió. Se encontraba dentro de un chenil (una jaula típica de las perreras), junto a un Samoyedo blanco llamado Búnker, mucho más vistoso y acorde nuestros cánones del perfecto peluche. Pero una vez superada la primera impresión, esos segundos prejuiciosos, quien se ganó mi corazón fue ella.

Yo llevaba varias semanas siendo voluntaria en Valle Colino cuando la vi. Ronda no era una perra expresiva ni confiada, de esas que prodigan cariño a cualquiera. Sin embargo, conmigo conectó. No sé por qué, no hice nada especial para ganarme su reservado afecto pero imagino que se debió a esa percepción única que tienen los perros, a esa capacidad de adelantarse a los acontecimientos y de ver más allá. De algún modo supo que yo no me rendiría, que estábamos destinadas a estar juntas. Porque verdaderamente sé, que ninguna hubiese podido encontrar compañera mejor.

Su caso era complicado. La habían abandonado a su suerte en Vía de Ronda (de ahí su nombre), una autovía donde los coches cruzan con prisas en ambas direcciones. Desorientada y asustada, fue incapaz de esquivar el tráfico, sin que nadie la socorriera. Creen que agonizó, arrastrándose por la cuneta durante varios días hasta que alguien la encontró, una (o varias) de esas personas que compensan la mezquindad del resto. Desconozco sus nombres pero fueron los primeros en salvarla. Porque a Ronda la salvaron muchas veces pero pese a esa desgracia, siempre tuvo su reverso de suerte.

Ronda en Valle Colino vs Ronda unos años de cariño después


Volviendo a ser un perro


El accidente le dejó una cadera rota y una operación que trató de arreglársela. Tampoco supe que veterinario la atendió en aquel momento pero le estaré eternamente agradecida, hizo un trabajo insuperable. Tal vez en ese momento no lo parecía pues Ronda tardó varios meses en volver a caminar y cada paso le dolía. Varios voluntarios se hicieron cargo de ella durante este proceso, momento en el que se hizo evidente su ansiedad y, aunque ésta descendió con el tiempo, nunca se desharía completamente de ella. Es lo que se conoce como “ansiedad por separación” un problema que cuesta corregir pues ocurre cuando el dueño no está delante.

Pese a ello, Ronda fue la mejor perra del mundo. Lista como ninguna, lo aprendía todo en el acto y parecía leer a las personas con una maestría que muchos envidiarían. Yo la llamaba “mi perra E.T.”, porque era tanta la sintonía, que su ánimo parecía acoplarse siempre al mío. Era sensible y me buscaba con la mirada, como esperando mi asentimiento ante cualquier encuentro o circunstancia nueva. También le tenía miedo a los hombres, consecuencia de un maltrato anterior, y desconfiaba en los comienzos. Era evidente que había sufrido pero, poco a poco, consiguió salir de ese estado que la reprimía y le impedía incluso ladrar o perseguir una pelota.

Su cariño era silencioso, interrumpido sólo por el traqueteo de sus patas mientras me seguía por la casa. Estar a mi lado le daba seguridad pero con el tiempo aprendió a no estresarse con el resto de la familia y le bastaba nuestra compañía para estar en calma. Era tanta la quietud y paciencia que mostraba a nuestro lado, que pasaba desapercibida, acurrucada bajo las mesas. Ésa fue su única petición: no estar sola. Y en 6 años, nunca lo estuvo, gracias a los malabarismos que hicimos entre todos. Fue duro y hubo momentos angustiosos donde temía que llegase un día en que no pudiéramos coordinarnos pero tenía claro que no íbamos a dejarla. Porque el compromiso con un perro debe ser irrompible, ya sea solamente, por devolver una parte de esa lealtad que nos profesan.


A Ronda ya la habían intentado adoptar tres veces con idéntico resultado: ser devuelta al albergue. Es algo comprensible pero ni yo ni mi familia elegimos esa vía y puedo garantizar que compensó el esfuerzo. Debido a esto, fue una perra que nos acompañó más de lo acostumbrado. La llevábamos a todas partes y su compañía mejoraba cualquier experiencia. Te daba un motivo para levantarte por la mañanas y los rápidos vistazos al retrovisor, te mostraban una sonrisa agradecida y unos ojos ilusionados, haciéndote apreciar los pequeños matices de la vida.  Seguramente Ronda haya recorrido más rincones de esta isla que la mayoría de la gente; y no sólo ha estado en ellos, se ha deleitado. No podía hablar pero sus miradas y sus gestos parecían dar muestra de un mundo interior que a nosotros se nos escapa.

Como esas pesadillas, que nunca la abandonaron del todo. Sus gemidos nocturnos me ponían en alerta pero bastaban unas palabras para sacarla de ese trance y ver transmutar su cara del desconcierto al alivio. Nunca olvidaré esa expresión. Una que ojalá ningún perro tuviera que experimentar pero que no deja de ser una señal del avance −lento, pero avance− de nuestra sociedad. Hoy se debate cambiar la legislación para proteger los derechos de los animales (#AnimalesNoSonCosas), concediéndoles el respeto que merecen. Y sí, ojalá ningún perro volviese a tener pesadillas pero la realidad me dice que, con cada sueño angustioso de un animal, aparece un ser humano dispuesto a comprometerse.

domingo, 5 de febrero de 2017

Gilrs: última temporada


Cuando se estrenó Girls en 2012, los referentes femeninos rompedores eran mucho más escasos en televisión, de ahí que su llegada trajera tanto revuelo. Cada capítulo −ideado por Lena Dunham y Jenni Konner− precedía el escándalo, ya fuera por los desnudos de Dunham o por la crudeza de las relaciones que se mostraban en la serie. Ambas tenían un elemento común: carecer de todo artificio. Lena, por medio de Hannah Horvath, encarnaba un tipo de cuerpo habitual entre el común de los mortales pero que, al mismo tiempo, había sido desterrado de la pantalla. La supresión sistemática de los medios fue lo que hizo olvidar que, efectivamente, existían mujeres como ésa. Las escenas que mostraban a una Hannah con sobrepeso y diminutos pechos, sorprendían o incomodaban, acostumbrados como estamos al Photoshop y el bisturí. Iba siendo hora de reprogramar los parámetros de la normalidad o, cuanto menos, de la diversidad.

Aceptar el cuerpo de Dunham fue trasgresor, especialmente porque partía de un punto donde esa “imperfección” parecía no tener importancia. Nos llamaba la atención a nosotros pero su personaje no estaba pendiente de ello, lo que aumentaba la confusión. Para la actriz, sus desnudos no tienen nada de revolucionario, son naturales, por más que el mundo insista en preguntarse por qué una chica como ésa cree necesario exhibirse así.


Lo irónico, es que vivimos en una sociedad hipersexualizada, donde hasta un anuncio de lentillas adquiere un trasfondo erótico, y nos parece bien. Nos bombardean con cuerpos ilusorios y una insinuación constante pero lo aceptamos porque nos hace aspirar a un imposible, el fin último de la industria: señalar nuestro desencanto y proponer parches de satisfacción de duración limitada. Un falso bienestar que pueda reemplazarse en el acto, anestesiando la existencia. La rueda amenaza con no pararse hasta que ocurren situaciones como las de Dunham, que nos sacuden y nos hacen poner un poco de perspectiva.

No es que Lena tenga intención de salvar a nadie pero pese a no existir premeditación, su serie ha ayudado a detener la inercia, obligándonos a reflexionar sobre el estado de las cosas.  

sábado, 4 de febrero de 2017

Los secretos de Andrew Wyeth



A Andrew Wyeth le gustaba pasear por las praderas y bosques próximos a su casa de Chadds Ford, Pensilvania. Los paseos eran una simple excusa para poder estar a solas, así de grande era su necesidad de abstracción. Su mayor deseo era un imposible: poder pintar sin estar presente, que sólo sus manos formasen parte de la realidad, dejando al resto de su ser al margen. Un sueño inalcanzable pero al que conseguía aproximarse recorriendo aquellos prados: “Cuando estoy solo en el bosque, caminando a través del campo, me olvido de todo lo relacionado conmigo mismo. Dejo de existir”.

Se podría pensar que estos paseos fueron la fuente de inspiración de su obra, pero él no quería motivos forzados. “Trato de salir de mí mismo mientras camino, estar en blanco; ser una especie de caja de resonancia, muy abierta a todo, todo el tiempo, para ser capaz de captar una vibración, un tono de algo o de alguien”. Su mujer, Betsy James, compartía esta opinión: “Él no es un artista bucólico que camina alrededor de las granjas en busca de paredes agrietadas. Es una cosa muy diferente. Va al límite”.

Ciertamente, las pinturas de Wyeth desprenden algo que supera las meras apariencias, sensaciones profundas irradian de sus retratos y paisajes. Una quietud misteriosa que obliga al espectador a detenerse y a indagar sobre los interrogantes que se agolpan en su cabeza. Suscita muchas preguntas acercarse a cualquiera de sus imágenes, tantas como las que el mundo se planteó en 1986, cuando el pintor hizo pública una serie −que llevaba realizando en secreto durante quince años− con una única protagonista: Helga Testorf. Una mujer desconocida, secreta, como siempre lo fue una parte de la vida de Wyeth.

viernes, 13 de enero de 2017

Lecturas 2016 (1ª parte)

Este último año ha sido bastante completo en cuanto a lecturas se refiere. He seguido fiel a mi idea de incorporar a la lista autores que me faltaban por leer, especialmente clásicos, pero también algunos contemporáneos y otras fidelidades ineludibles (como Julian Barnes de mi corazón).

Lo más destacable de 2016 ha sido descubrir la Ciencia Ficción. Sí, he tardado treinta años en hacerlo y ojalá pudiese viajar en el tiempo y chivarle al oído a mi versión adolescente: chss chss, Bradbury, Raaaay Braaadbury. Sé que hubiese disfrutado muchísimo con este tipo de libros en el pasado (y a saber de qué forma hubiesen influido en mis decisiones vitales), pero son tan buenos, que la experiencia no se ha devaluado por ello. Y tengo la suerte de tener un horizonte de nuevos autores por descubrir, ¡con los nervios ilusionantes que produce eso!

Diría que los dos libros que más me marcaron el pasado año fueron: Crónicas Marcianas de Bradbury y Una habitación propia de Virginia Woolf. El primero es pura droga, uno de los libros que más me ha hecho disfrutar. El segundo es un ensayo atemporal y maravilloso que todo el mundo debería leer, al menos, una vez en la vida. Virginia y Ray están ya en mi altar de favoritos.

domingo, 8 de enero de 2017

Thoreau: un pensador del mañana


Hay pocas imágenes de Henry Thoreau. Google nos devuelve, constantemente, las mismas dos fotografías: una primera a los 39 años y con una barba al estilo Lincoln; y otra a los 43, un año antes de morir de tuberculosis, donde empieza a apreciarse ya su deterioro. En esta última imagen, la barba le ocupa todo el rostro, el cual parece consumirse tras ella. El efecto resalta aún más la melancolía de sus ojos. Unos ojos que intrigan ya que, por un lado, parecen cansados y envejecidos, como si debido a su habilidad de percibir más que el resto se hubiesen agotado antes de tiempo. Pero por otro, bajo esos pliegues que caen y que coronan unas cejas de derrota, parece quedar un brillo. La chispa de la curiosidad: el universo de reflexiones que lo hizo adelantarse a su tiempo y vivir persiguiendo la verdad de las cosas. No iba a contentarse con lo establecido: ni las leyes, ni las costumbres. Iba a cuestionárselo todo, esperando llegar a ser una persona íntegra pero, sobre todo, alguien que había aprendido a vivir.



Desobediencia civil

Una prueba de su contundente honradez ocurrió en 1846, cuando con 29 años asumió su detención, después de que el sheriff de Concord le recordase que llevaba varios años sin pagar impuestos. Esta manifestación de rebeldía era su forma de protestar contra un Estado que llevaba a cabo actos reprobables, como la injustificada guerra contra Méjico o la esclavitud. Esto sucedió quince años antes de que se iniciara la Guerra de Secesión, hecho que Thoreau apenas presenció pues falleció al año de comenzar ésta.

Como en casi todo, terminó adelantándose y luchando por lo que él creía –y el tiempo le daría la razón− que era una sociedad más justa. Defensor del abolicionismo, sabía que la inacción te convertía en cómplice, de ahí que él mismo ayudase a varios esclavos a llegar hasta Canadá con ayuda de su madre y su hermana Helen. Estas últimas eran miembros fundadores de la Sociedad Antiesclavista Femenina de Concord, demostrando que las convicciones habían calado fuerte en toda la familia.


¿Qué sentido tenía poner estratos a la humanidad? ¿Por qué un hombre podía permitirse ser dueño de otro? Eran los interrogantes que asaltaban la mente del escritor. No tenía sentido acatar leyes inmorales y fundamentándose en eso, dejó de financiar las prácticas abusivas que estaban teniendo. Eso sí, sin obviar por ello su castigo.

Thoreau quería ser encarcelado, pues consideraba que “cuando un gobierno es injusto, el hogar de todo hombre honrado es la cárcel”.  Sin embargo, sólo pasó una noche en prisión, ya que pagaron su fianza al día siguiente. El bienintencionado gesto enfureció a Thoreau, que se negó a abandonar su celda para sorpresa del carcelero. El escritor aspiraba a que su tiempo en la cárcel sirviera de ejemplo, un modo de crear conciencia. “Todos los hombres reconocen el derecho a la revolución, es decir, el derecho a negar su lealtad y a oponerse al Gobierno cuando su tiranía o su ineficacia sean desmesurados e insoportables”, diría.

Aunque los hechos no se desarrollaron como esperaba, el escritor continuaría defendiendo su lucha mediante un manifiesto que llevó por título: Resistencia al gobierno civil y que su editor cambiaría, años después, por el más conocido: Desobediencia civil. Un ensayo que inspiraría a otros en la defensa de los derechos humanos, nombres de la talla de  Mahatma Gandhi o Martin Luther King. En él, Thoreau defendería su máxima de que el gobierno no debe tener más poder que el que los ciudadanos estén dispuestos a concederle:

“¿Debe el ciudadano renunciar a su conciencia, siquiera por un momento o en el menor grado a favor del legislador? ¿Entonces por qué posee conciencia el hombre? Pienso que debemos primero ser hombres y luego súbditos. No es deseable cultivar tanto respeto por la ley como por lo correcto. Se ha dicho con bastante verdad que una corporación no tiene conciencia, pero una corporación de hombres conscientes es una corporación con conciencia. La ley jamás hizo a los hombres ni un ápice más justos; además, gracias a su respeto por ella hasta los más generosos son convertidos día a día en agentes de injusticia. Un resultado común y natural del indebido respeto por la ley es que se puede ver una fila de soldados: coronel, capitán, cabo, dinamiteros… todos, marchar en admirable orden cruzando montes y valles hacia las guerras, contra su voluntad, sí, contra su propio sentido común y su conciencia, lo que convierte esto, de veras, en una ardua marcha de corazones palpitantes. No abrigan la menor duda de que están desempeñando una ocupación detestable teniendo todos inclinaciones pacíficas.”

En estos días de convulsión política, donde la corrupción es norma y ganan las opciones segregacionistas, ésas que señalan al vecino como culpable; donde los préstamos esconden rendición y pleitesía, alejando el poder del pueblo; en un momento de desencanto y rabia como éste, sería recomendable revisar el discurso de Thoreau. Un hombre que ya se preguntaba, en 1849, si la democracia que conocemos, es la mejor forma de gobierno posible.



La laguna de Walden

Si una cosa tenía clara Thoreau es que quería ser el dueño de su propio destino. Se negaba a dejarse arrastrar por la vida, considerando que ésta era demasiado valiosa como para no tomar parte activa en ella. “La mayoría de los hombres viven vidas de tranquila desesperación. Lo que llamamos resignación no es más que una confirmación de la desesperanza”, sentenciaría. Él quería vivir y vivir implicaba ser consciente y consecuente con sus acciones.

El 4 de julio, día de la Independencia en Estados Unidos, fue la fecha elegida por el autor para iniciar, también, su camino hacia la libertad mental y espiritual. Un experimento que lo llevó a instalarse cerca de la laguna de Walden, un espacio boscoso a las afueras de Concord, su pueblo natal.

“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentándome sólo a los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, no fuera que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido”

El lugar estaba lo suficientemente retirado de la civilización como para darle el aire que necesitaba pero no tan aislado como para no cruzarse con nadie. Porque Thoreau no huía de las personas –a las que defendía y por las que batalló sin descanso− aunque, tal vez sí, de la gente. Necesitaba ponerse a prueba pero desde su refugio estuvo siempre dispuesto a entablar conversación con transeúntes imprevistos y otras visitas programadas. Aprendiz constante, sabía que cada encuentro se convertía en una oportunidad de crecer.
La mayoría de sus conocidos de la ciudad acudían a aquella modesta cabaña, que él mismo se había construido, un tanto consternados por la excéntrica decisión del escritor de renunciar a las comodidades que su posición le concedía:

“Para ellos la vida estaba llena de peligros y creían que un hombre prudente elegiría cuidadosamente la opción más segura, donde uno pudiera tener a mano al doctor en caso de urgencia. Para ellos la ciudad era literalmente una comunidad, una asociación para la defensa mutua, y podéis suponer que no saldrían ni a buscar arándanos sin un botiquín de viaje. Esto es como decir: si un hombre está vivo, siempre hay peligro de que muera, aunque hay que admitir que el peligro es menor en la medida en que el hombre se va convirtiendo en un muerto en vida”.

Thoreau sabía que el lujo que disfruta una clase se compensaba con la indigencia de otra y siendo tan sensible a las injusticias como era, descubrió rápidamente que aquel afán materialista de atesorar bienes y trabajar en exceso, con la única finalidad de seguir acumulando, era una trampa.  

Interior de la cabaña
Simplificando la propia existencia, en cambio, se podía empezar a apreciar la esencia de las cosas; gestionando los esfuerzos y direccionándolos hacia un cometido más profundo. Una filosofía vital que favorecía el despojo: pobre en riquezas externas pero rica en posesiones internas. “Mi modo de vida me ofrecía al menos una ventaja sobre quienes para divertirse están obligados a mirar afuera, hacia la sociedad y el teatro, pues mi propia vida llegó a ser mi diversión y nunca dejó de aportarme cosas nuevas”.

Cuesta imaginar que el siglo XIX fuese percibido como un tiempo veloz y sumido en distracciones, sobre todo si lo comparamos con nuestro momento actual donde prima la inmediatez y el desdoblamiento de la multitarea. Thoreau, de tener la posibilidad de viajar en el tiempo, se vería desbordado por la infinitud de estímulos.

No obstante, aunque los entretenimientos de hoy sean mayores, se vuelve a cumplir la observación del escritor, hecha cientos de años atrás: accedemos a que sean las circunstancias externas y transitorias las que fabriquen las ocasiones fundamentales de nuestra existencia. Hoy, si cabe, con mayor irresponsabilidad.

La cabaña de Thoreau
Hemos olvidado que nuestro tiempo aquí es limitado y lo malgastamos en un simulacro de vida que no termina de dar el salto a lo auténtico. Somos una sociedad cómoda que percibe la realidad a través de una pantalla, pendiente de la volátil aprobación ajena. Preocupados de lo superfluo, sustituimos el vivir por consumir y con eso vamos parcheando el vacío, que no deja de crecer y desperdigarse.

Thoreau abandonó Walden a los dos años, “me pareció que quizás tenía otras vidas que vivir y que no podía dedicar más tiempo a ésta”, escribiría en su ensayo, bautizado igual que la mágica laguna. La oportunidad le sirvió para desplegar y arraigar pensamientos atemporales que invitan al lector a coger las riendas de su propia vida y a seguir soñando, colonizando nuevos mundos interiores.


“Con mi experimento aprendí al menos que quien avance confiado en la dirección de sus sueños y acometa la vida tal como la ha imaginado recibirá a cambio una gratificación que no le otorgará el tiempo ordinario. Dejará atrás algunas cosas, cruzará una frontera invisible; leyes nuevas, universales y más tolerantes comenzarán a regir en su beneficio, en un sentido más generoso, y vivirá con la libertad de la que gozan los más elevados. Conforme simplifique su vida, las leyes del universo parecerán menos complicadas y la soledad ya no será soledad, ni la pobreza tal pobreza, ni la debilidad tal debilidad. Si construye castillos en el aire, su obra no se perderá: ahí están bien edificados”. 

[Artículo publicado originalmente en CanariasAhora]