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domingo, 30 de julio de 2017

Olive Oatman: la misteriosa mujer del tatuaje azul en la barbilla


Al pensar en los pioneros nos viene a la mente la imagen de aquellos hombres y mujeres dispuestos a cruzar el océano con la esperanza de fundar un mundo nuevo. El problema era que aquel “nuevo mundo” ya existía y había estado habitado durante generaciones por los nativos del lugar: Cherokees, Apaches, Quapaws, Siouxs... infinidad de tribus que aprendieron a adaptarse a la salvaje Norteamérica. De hecho, si muchos de estos colonos sobrevivieron fue gracias a las enseñanzas de los indios; un gesto que obtuvo una contrapartida menos generosa (enfermedades, exilio…) y que redujo drásticamente su población.  

La colonización del siglo XIX difícilmente podrá deshacerse de su oscuro legado, pero centrándonos en el punto de vista de los recién llegados, resulta tentador imaginar las sensaciones de aquellos pioneros. El sobrecogimiento de atravesar las llanuras de Nebraska o la impresión de divisar las Montañas Rocosas. El continente norteamericano era inmenso y lleno de contrastes, pero sobre todo, no se parecía a nada de lo que habían visto antes. El impacto de aquellos paisajes tuvo, sin ninguna duda, que emocionarles; aunque no por ello el más ordinario de los días estuviera exento de dureza.

En 1850 comenzaría la travesía de la familia Oatman, a la que no movía el afán de aventura, sino los designios divinos de su pastor, James C. Brewster. Éste, tras varias disputas, se desvinculó de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y se dispuso a liderar su propia fe. Brewster creía que el lugar sagrado para los mormones no se encontraba en Utah, sino en California, y convencido de ello, condujo a sus seguidores a través del desierto. Al llegar a Santa Fe, casi un año después, la caravana volvió a dividirse. Algunos decidieron asentarse allí, otros continuaron hacia el norte, y los Oatman decidieron alcanzar la desembocadura del Colorado en solitario.


A la familia se le advirtió que aquel tramo era estéril y peligroso, pero como suele decirse en estos casos: la fe mueve montañas (y camufla bastante bien los impulsos suicidas). Aquella elección pronosticaba la tragedia, pero Royse Oatman decidió continuar el camino junto a su mujer y sus siete hijos. Para evitar las altas temperaturas, los Oatman viajaban de noche, pero eso no impidió que los bueyes fueran cayendo, a la par que las provisiones, cada día más escasas.  Aquel era un páramo seco y sin vegetación, donde ondeaba el aire y la cordura se desvanecía. La situación comenzaba a ser desesperada cuando un grupo de nativos alcanzó el carruaje. Los indios querían comida y tabaco pero la familia no podía prescindir de nada. Sorpresivamente, la negociación derivó en ataque y los yavapais apalearon a los pioneros hasta la muerte. A todos salvo a dos: las hermanas Olive y Mary Ann, de 13 y 8 años, respectivamente.

Lorenzo, el hermano mayor, fue dado por muerto pero milagrosamente sobrevivió a los golpes. Las niñas, en cambio, se creían completamente solas: sin familia, ni testigos de la masacre. Sus opciones parecían pocas y ahora, además, eran prisioneras de los yavapais. Con ellos recorrieron el desierto durante días, quedando muy debilitadas a causa de la deshidratación y los golpes. El maltrato sufrido durante el trayecto las convencería de su nueva realidad: eran esclavas de los indios.


La aparición de los Mohave

Las hermanas pasarían un año en cautividad, tratando de sobrevivir a las extremas condiciones del desierto de Arizona. Los yavapais se alimentaban de carne de venado, ardillas o serpiente hervida, pero ellas debían conformarse con los brotes de yuca, raíces o tunas que encontraban. Cualquier queja era rápidamente reprendida, Olive explicaría como “se deleitaban dándonos latigazos injustificados más allá de nuestras fuerzas”.

Afortunadamente, la suerte de las niñas cambiaría cuando una tribu vecina, los mohave, apareció para hacer negocios con ellos. A los recién llegados les llamó la atención la presencia de las dos niñas blancas y movidos por la compasión, pactaron un intercambio. Un par de caballos y mantas sirvieron para trasladar a las hermanas a su nuevo destino.


Los mohave vivían en un valle donde los bosques de álamo y los pequeños campos de trigo contrastaban con las tierras baldías de los yavapais. Olive y Mary Ann pasaron a formar parte de la familia de Espanesay y Aespaneo, un matrimonio que las crió como a sus propias hijas. Para demostrar su unión con la comunidad, se les tatuó en la barbilla, brazos y piernas, unos dibujos a base de gruesas líneas azules. Con este diseño tradicional, los mohave aseguraban el reencuentro de sus miembros en el más allá, y suponía una prueba de su compromiso con las niñas. De hecho, el término que éstos utilizaban para describirlas era “ahwe” que significa “extraño” y  no “esclavo” o “cautivo”.

Mujer Mohave con los tatuajes tradicionales
Aparentemente, las hermanas Oatman se integraron totalmente en la comunidad hasta el punto de que, en  febrero de 1854, no dijeron nada cuando aparecieron más de cien hombres blancos. Eran topógrafos que estudiaban el terreno buscando trazar una ruta para el ferrocarril desde el río Misisipi hasta el Pacífico. El equipo pasó una semana con los mohave, que fueron descritos como amistosos y serviciales, siempre dispuestos a echar una mano.  Puede ser que las niñas, al creer que no les quedaban parientes vivos, hubiesen abandonado por completo la idea de escapar. Pero el afecto con el que Olive siempre relató a su familia mohave pone en duda esta teoría. 

Las chicas continuaron llevando una vida pacífica entre los nativos hasta que una hambruna terminó con la vida de Mary Ann. Su muerte −junto a la de muchos otros miembros de la tribu− fue consecuencia de una inundación que destrozó las cosechas. Olive trató de conseguir comida para su hermana, incluso fue con varios de los mohaves a buscar alimento a las montañas pero Mary Ann, que nunca se había recuperado totalmente de sus marchas forzadas a través del desierto, falleció a su regreso. La comunidad se dispuso a preparar la ceremonia de cremación cuando Olive los detuvo. Quemar a los muertos suponía una atrocidad según sus creencias mormonas, por eso pidió enterrarla y aunque esta idea contradecía las costumbres del poblado, la dejaron hacerlo. Olive eligió para ello una zona del jardín, aquel que su nueva familia les había regalado, justo a su llegada.

lunes, 3 de julio de 2017

Laurie Lipton: universos en blanco y negro

Los dibujos de la pequeña Laurie Lipton no eran los garabatos típicos de los niños de su edad. En aquellas hojas de papel, Laurie dibujaba cuerpos que se retorcían y adquirían muecas siniestras. Sus gustos siempre fueron peculiares: prefería quedarse en casa a salir fuera a jugar y de todos los colores, elegía siempre el negro. Un lápiz era todo el color que necesitaba el particular mundo que producía su cabeza. Uno cuyos padres mostraban con orgullo, desconcertando a las visitas, que no llegaban a entender como una niña era capaz de crear algo tan escalofriante.


Los señores Lipton, lejos de adquirir actitudes represivas o de psicoanálisis, la alentaron a seguir dibujando. “Yo era una niñita angelical y mi imaginación era brutal y sangrienta. Por suerte, mis padres nunca me censuraron. Siempre me animaron a hacer exactamente lo que quería artísticamente. En todo lo demás yo era educada y obediente. ¿Será tal vez por eso que mi estilo es salvaje pero mi técnica es extremadamente controlada?”, se pregunta la artista.

Apoyada por sus padres, Laurie estudiaría Bellas Artes pero la universidad no le reportaría el conocimiento que necesitaba. Eran los tiempos de la conceptualidad, donde el marketing personal medía la calidad del artista. La obra se envolvía de narraciones difícilmente observables, en lugar de dejar que ésta hablase por sí misma. Y si hay algo que caracteriza el trabajo de Lipton, es la emanación constante de impresiones. Sus dibujos son incapaces de dejar indiferente a nadie: perturban, intrigan, entusiasman... Algunos los adoran y otros los rechazan, pero no necesitan de un discurso previo para producir efecto.

Su obra habla y lo hace en detalle. Un laberinto de microscópicas partes compone cada pieza. Si alguna vez se sintió obligado a permanecer un tiempo extra delante de un cuadro para fingir apreciación, con Lipton no necesitará hacerlo. Cada centímetro del papel esconde un detalle, ya sea una sombra o el reflejo en una pupila: “Hay mucho oculto en mi obra y hay mucho oculto en mí”, suele decir. Su minuciosidad fuerza la observación e invita a perderse en una atmósfera hipnótica que no tiene más modelos ni referencias que las que hay en su imaginación.

“Todo era abstracto y conceptual cuando estudiaba”, explica. “Solía saltarme las clases y sentarme durante horas en la biblioteca a hacer copias de Durero, Memling y Van Eyck. Así que aunque fui a una de las mejores universidades de arte de los Estados Unidos, soy autodidacta. Mi extraña manera de dibujar consume una cantidad de tiempo inmensa, pero me permite alcanzar la misma calidad luminosa que alcanzaron los Maestros del Renacimiento.” Una declaración así podría sonar presuntuosa pero, ciertamente, su técnica es asombrosa: una superposición de líneas y finos trazos con los que recrea sombras y consigue un realismo fotográfico.

Lipton no dejar de repetir que dibujar es lo único que sabe hacer y que es buena por simple dedicación. El tiempo y la constancia son su receta para el éxito, no hay atajos. “Me impongo tareas imposibles: miles de rostros, una ciudad donde se ve cada ventana, un paisaje con cada brizna de hierba... si me fuera a preocupar por el tiempo que necesito, jamás me podría a ello. Tampoco soy masoquista. Abordo cada dibujo con un sentimiento de "¿Podré?", y a la mierda con el tiempo y las consecuencias. Así que cuando la gente me pregunta −como inevitablemente sucede− cuánto tiempo me lleva cada dibujo, les miento y me invento un número. En realidad no tengo ni idea”.

lunes, 22 de mayo de 2017

Antártida: observador a bordo


Charles Darwin sólo tenía 22 años cuando embarcó, en diciembre de 1831, en el Beagle. El viaje duraría prácticamente cinco años y recorrería el Atlántico (pasando por Tenerife, por cierto, pero sin posibilidad de bajarse por la cuarentena de cólera) hasta alcanzar Sudamérica. Se detendría en Brasil, Chile y Galápagos, para terminar cruzando el Pacífico y llegar a lugares como Australia o Nueva Zelanda. La envidia de cualquier trotamundos. Y como todo viaje de importancia, tuvo la capacidad de transformar al viajero. En el caso de Darwin, no sólo sería una transformación en lo personal, sino que marcaría un antes y un después para la humanidad. De sus observaciones a bordo del Beagle nacería El origen de las especies, donde aparece por primera vez la teoría de la evolución. Con ella, el hombre se desprende de su origen divino, interconectándose con el resto de animales que habitan la Tierra. No era cuestión de pedestales o dioses creativos, sino de selección natural.

Actualmente, a los científicos no les queda geografía por descubrir pero emprenden una labor igual de importante: conservar el planeta. Así, los investigadores modernos se embarcan en largas travesías, donde recogen datos que convertirán la actividad humana en sostenible. Ofreciendo la posibilidad de aprovechar los recursos del planeta sin necesidad de explotarlos, pues más que nunca se tiene en cuenta la importancia de la interdependencia ecológica. Algo que ya empezaba a vislumbrar Darwin y que hoy en día es una realidad.

Una labor activa y en crecimiento que emprenden personas como Juan Manuel Martínez Carmona y Juan Agulló García. Ambos son biólogos y han compartido travesía en el Tronio, un barco de 55 metros de eslora que recorre el océano Antártico pescando róbalo, un pez que puede alcanzar los 2 metros de largo y superar los 110 kilos. En este buque, los biólogos ejercen la función de observadores científicos, profesión que empieza a imponerse en los distintos barcos de pesca, dado el éxito que reporta.


Junto a una tripulación que congrega a gente de todos los continentes y razas (chilenos, portugueses, indonesios, namibios…), el investigador se integra como parte del equipo para recoger información sobre las capturas, extraer muestras y tomar nota de los avistamientos (cetáceos, focas y otras especies). Si hay suerte, hasta puede descubrir algún espécimen nuevo, como el pogonophryne tronio, bautizado así en honor al barco. Pero sobre todo, su misión es controlar que se cumplan las normativas. Aunque Juan Manuel prefiere ver su trabajo como una labor de concienciación, más que policial. “No hay que exigir, sino negociar con ellos, razonar”, explica. “Para que sean capaces de ver los beneficios y ganen conciencia. Porque lo importante es que sean conservacionistas por ellos mismos, no sólo cuando estemos nosotros en el barco”.

Sensibilizar a los pescadores es el objetivo prioritario y la Antártida es el escenario perfecto parar probar este modelo piloto. Un lugar que alberga los mayores recursos marinos del planeta necesita, irremplazablemente, una gestión sostenible.  Únicamente en la Antártida se aplica un control tan estricto, el cual se inicia limitando el número de licencias de pesca. En 2017, sólo 18 barcos  tuvieron acceso a la zona, incluyendo en su tripulación a dos biólogos de distinta nacionalidad. “Es una forma de tener las 24 horas cubiertas y que no se te escape nada”, aclara Juan Manuel, “En el Tronio, por ejemplo, íbamos un biólogo español y otro ucraniano”.

Los científicos supervisan que los buques cumplan toda la normativa, desde el uso de pajareras (unas líneas con dispositivos que evitan que las aves marinas queden enganchadas en los anzuelos) hasta el reciclaje y control de residuos (está prohibido tirar nada al mar). Además del marcaje de peces y la recogida de datos sobre el peso, la edad o el crecimiento, que permiten conocer el estado del caladero.


El Tronio realiza una pesca manual que, a diferencia de la alternativa automática, es más respetuosa con el medio porque es selectiva. Con esto se consigue no sobrepasar el límite de las especies que se pescan de manera accidental, como los corales, estrellas y esponjas; o las aves, limitadas a tres por zona. Antes de que se incluyeran normas de disuasión como el uso de pajareras, había mucha mortandad de albatros y pardelas. “Pero hace 15 años que ningún ave marina queda atrapada en este tipo de anzuelos” advierte Juan Manuel. Ya que no sólo se trata de conservar la especie que se pesca, sino de conservar todo el ecosistema.

Gracias a esta iniciativa se ha recuperado mucha fauna y los biólogos creen que es un modelo extrapolable al resto de océanos. De momento, en España las grandes pesquerías empiezan a estar más reguladas y ya es obligatorio que todos los atuneros lleven sus propios observadores.



Un beneficio global

En cuanto se indaga un poco en la llamada “pesca sostenible”, es inevitable preguntarse por los conflictos y tensiones que este tipo de mediación genera.  “Hay que tener mano izquierda”, responde Juan. “Yo estudié bilogía y acabé de psicólogo”, bromea. “Estás en medio de todo: entre  lo que te pide el Oceanográfico, que sería la parte científica; la normativa que hay que cumplir por parte de la Comisión; y los intereses del barco, que son económicos fundamentalmente. A veces hay conflictos pero generalmente se resuelven bien”. Hay un interés mutuo, pues los barcos no quieren un informe negativo que les haga perder la licencia.


“Era más complicado al principio, cuando abundaban los barcos piratas”, comentan. Entonces se daba la contradicción de que unos cumplían las normas mientras otros saqueaban el mar. Producía mucha impotencia y los marinos veían injusto que los organismos internacionales no aplicasen medidas contundentes para vetar a los ilegales. Por suerte, este último año no hubo ni rastro de los piratas. Los activistas consiguieron lo que, como bien expresó Juan Manuel, “deberían hacer los Gobiernos”. “Este año cogieron miedo por la persecución y por el trabajo de la policía desarticulando la mafia gallega”, explica Juan. Refiriéndose a la persecución que los Sea Shepherd, una organización ecologista, mantuvo contra el Thunder, un barco pirata. Este tipo de embarcaciones carecen de permisos y cambian continuamente de nombre y bandera para dificultar su identificación. Además, utilizan redes que resultan mortíferas y que quedan abandonadas a su suerte en el mar, convirtiéndose en cementerios flotantes que atrapan todo tipo de animales.

Tras 110 días a la fuga desde la Antártida, la huida terminó con el hundimiento del Thunder en aguas sudafricanas. Un naufragio sospechoso pues, al parecer, las escotillas estaban abiertas, algo nada común si se quiere garantizar la flotabilidad del barco. Los ecologistas creen que el hundimiento fue intencionado para destruir posibles pruebas, pero lo positivo es que ha servido para disuadir a los asaltantes.

“Se puede explotar el recurso y conservar el medio”, explica Juan que, cada vez más, encuentra a capitanes concienciados que no intentan el menor regateo. “Estamos en el cambio de chip. Antes era ‘vamos a coger todo lo que pueda y a cogerlo ya’ y ahora es más un ‘vamos a coger lo que pueda mantenerse y que haya un equilibrio’”. Cada día, crece la cooperación entre biólogos y marinos, así como la colaboración de las Administraciones y los empresarios.


Se ha demostrado que cumplir la normativa, a la larga, ofrece una pesca de mayor calidad. Pues un caladero bien gestionado es beneficioso para todos: para la especie, que se estabiliza gracias a las cuotas; para el ecosistema, que ve minimizado su impacto; y para los pescadores, que ganan muchísimo dinero. Por último, se garantiza la pesca a largo plazo, en lugar de agotar los recursos en unos pocos años.

“En la Antártida están bastante concienciados”, matiza Juan. “En otros mares y en otras pesquerías a mí me han intentado comprar. En plan: ‘te doy mil dólares si miras para otro lado’. Y yo siempre digo lo mismo: ‘Te voy a hacer un cálculo de lo que me tienes que pagar. Este es el tiempo que me queda para jubilarme, pues tantos meses multiplicados…’. Y les digo una burrada de dinero. Porque si yo hago mal mi trabajo, no vuelvo a embarcar”.

Hay que tener presente que este tipo de pesca, junto al atún rojo, es la más lucrativa. Un barco puede ganar 7 millones de euros en 4 meses, no por nada al róbalo se lo conoce como “oro blanco”. Éste se comercializa en Estados Unidos y Japón, donde llegan a pagar 20 euros el kilo. Un manjar caro que, al tratarse de pesca sostenible, le da un valor añadido. “Es un sello de calidad”, añade Juan Manuel. “Una rodaja en un restaurante puede costar 40 ó 50 euros. Es un mercado muy elitista”.

Al ser una pesca tan rentable, prevalece el cumplimiento de las normas y, al mismo tiempo, al haber limitación de licencias, se convierte en una pesca exclusiva, lo que encarece el precio de venta. Una restricción que se fundamenta en el tiempo de crecimiento del róbalo, que tiene un metabolismo lento. Tarda 10 años en alcanzar su madurez sexual o, lo que es lo mismo, en poder reproducirse. Por lo que un pescado de 60 kilos puede tener 50 años o más.


Los 40 rugientes y 50 tronantes

Las latitudes donde navega el Tronio son peligrosas. “Cada dos días tienes un frente borrascoso e intentas sortearlo”, explica Juan Manuel. Las condiciones climáticas a las que se enfrenta la tripulación rozan lo temerario, llegando a poner en riesgo sus propias vidas. Especialmente cuando se acercan a zonas que los marinos han bautizado como “los cuarenta rugientes y cincuenta tronantes”, en relación a los fuertes vientos y grandes olas que azotan a los barcos. Ocurre cuando se adentran entre los 40° y 60° de latitud austral, donde los aullidos se vuelven atronadores y no escasean los accidentes.

No olvidemos que el Océano Antártico es el único que da la vuelta completa al globo sin verse interrumpido por ningún continente, conectando el Océano Indico con el Pacifico Sur y el Océano Atlántico. Al no existir masas de tierra que lo interrumpan, la velocidad no disminuye y los vientos no se debilitan.  De ahí que las condiciones climáticas sean tan adversas.


Pero no es sólo el clima lo que juega en su contra. En travesías tan largas, de 4 ó 5 meses sin tocar tierra y en un mar dominado por el hielo, cualquier pequeño accidente se magnifica: un corte o un dolor de muelas son incidentes que en altamar se agravan. Es cierto que el capitán y los oficiales tienen conocimientos sanitarios pero no cuentan con un médico a bordo. “Si te da una apendicitis puedes acabar mal, porque a lo mejor estás a una semana del próximo puerto”, comenta Juan Manuel. Están tan aislados que ni siquiera un rescate aéreo sería posible. “Los helicópteros tienen un límite de 200 millas y los barcos están a unas 500, y rodeados de hielo, por lo que no pueden navegar a marcha libre”, explica Juan. 

Y sin embargo, los barcos cada vez se arriesgan más. Influidos por el llamado “sistema olímpico de pesca”, en el que se fija una cuota global para la totalidad de los barcos, de modo que todos compiten entre ellos, luchando por llegar los primeros o encontrar el mejor caladero. Incendios y hundimientos nunca están descartados. “El Tronio tiene la mejor clasificación. Es el mejor barco europeo en su categoría y aun así llega con muchos golpes”, analiza Juan Manuel quien, una noche, se cayó de la cama tras sentir un choque. ¿La causa? Un iceberg: “Me asomé y vi el enorme bloque de hielo que había quedado con la silueta del barco dibujada”.


Para llegar al mar de Ross, el barco tiene que cruzar 400 kilómetros de hielo, atravesando témpanos y placas. Para ello utilizan la información de satélite. “Hay que saber leer los datos pero también necesitas un poco de suerte”, matiza Juan Manuel. De hecho, la pesca antártica sería imposible sin tecnología: radares, satélites y mejoras de construcción. El biólogo nos recuerda que la primera expedición en alcanzar el Polo Sur fue en 1911, “menos de sesenta años de diferencia con la llegada del hombre a la Luna”.

Este año, en cambio, hubo poco hielo y se pudo acceder a caladeros que antes eran inaccesibles. “No se sabe si fue una cosa puntual o no, pero fue bastante atípico, con temperaturas altas de 10 y 12 grados”, reflexiona Juan Manuel. Una consecuencia buena para la pesca pero no tanto para el planeta. El tipo de pruebas que evidencian la urgencia de iniciar planes de sostenibilidad en todas las industrias y a nivel global.


Convivencia a bordo

“No todo el mundo vale”, comenta Juan. “Es duro, sobre todo psicológicamente. Estás fuera de casa, con gente que no conoces y conviviendo. No todos aguantan. De la quinta nuestra, y que se hayan mantenido, sólo quedamos tres”. Resulta evidente que es un trabajo que requiere una personalidad especial, capaz de reponerse y, sobre todo, de encontrar el reverso positivo a las cosas. No sé si es el barco el que transforma o son ese tipo de personas las que se sienten atraídas por él, pero durante la charla, tanto Juan Manuel como Juan, transmiten serenidad y demuestran una gran generosidad. Les gusta su profesión y quieren compartir la experiencia para que se conozca el valor del proyecto. Conservan el idealismo que no se queda en mera pose, sino que actúa acorde a sus valores. Quieren hacer del mundo un lugar mejor y están contribuyendo a ello.

Ambos defienden que la convivencia en el Tronio suele ser buena. “Las personas cuanto peor estamos, mejores somos”, afirma Juan Manuel. Explican que se tiende a adoptar una actitud constructiva. “Difiere del trabajo en tierra en que, en el barco, cualquier pieza es fundamental”, explica Juan. “Cada puesto depende del otro y se notan más las deficiencias. Todo va muy medido. Y unos a otros se controlan durante las maniobras. Profesionalmente se cumple, pero luego hay riñas personales como en todas partes”.

Sobre la presencia de mujeres a bordo, sigue habiendo pocas que se embarquen en trayectos tan largos. “Y eso que a las mujeres las miman mucho”, comenta Juan. “Cuando están ellas, cambian hasta los marineros; que de pronto se duchan y se peinan”, bromea. Éstos tienden a echarles una mano, sobre todo a la hora de cargar peso, y ninguno recuerda situaciones de acoso o altercado similar. Al contrario, apuestan a que con el tiempo aumentará el número de observadoras.

“A los tres meses hay una barrera psicológica”, explica Juan. “Pero si te gusta la lectura…”, responde Juan Manuel. “Cierto, yo me he leído hasta veinte libros por campaña”. Gracias a las nuevas tecnologías pueden llevar una biblioteca en la maleta sin ocupar espacio, sin embargo, admiten que una parte social se ha perdido como consecuencia de esto mismo. “Antes veíamos películas juntos después de cenar”, rememora Juan. “Se hablaba, se jugaba a la cartas… Ahora como todos tienen ordenador, se meten en su camarote con el portátil”.


Pese a estos cambios, el viaje en el Tronio supone un reinicio vital. “Vuelves con más tolerancia y tranquilidad”, dice Juan Manuel, que lo que más valora de la experiencia es la autonomía, “el trabajar para ti”. Estar cuatro meses embarcado, lejos de resultar agobiante, le produce el efecto contrario: “Yo disfruto con un iceberg. Si eres capaz de ver belleza en un amanecer, en el hielo… hasta en el mar cuando está mal. Hay un montón de momentos que te llenan. Me agobiaría más estar encerrado en una oficina de ocho a tres. Me comerían los nervios.” Juan resalta que “al embarcarte descubres tus propios límites y consigues sorprenderte a ti mismo”.

Y es que al final, engancha. “Ahora que llevo un año sin embarcar, empiezo a tener el mono”, admite Juan. “Se ve la vida distinta. Cuando vuelves y observas la sociedad, te das cuenta de que está metida en otra dinámica. Porque estando allí, parece que estás fuera del planeta pero resulta que estás más conectado con la realidad”. Es, en definitiva, un acto que te cambia las escalas y te da una nueva perspectiva. Aunque vuelvas a habituarte y a perderte en las rutinas, siempre queda ese recuerdo que, de vez en cuando, se activa y te alerta: hay algo más.


Parece que sus impresiones, a pesar del tiempo, no difieren de las del propio Darwin, quien en 1839 escribió: 

«Ejercitan estos viajes la paciencia, borran todo rastro de egoísmo, enseñan a elegir por uno mismo y a acomodarse a todo; en una palabra, dan las cualidades que distinguen a los marinos. También enseñan los viajes un poco a desconfiar, pero permiten descubrir que hay en el mundo muchas personas de corazón excelente, dispuestas siempre a serviros aun cuando no se las haya visto jamás ni deban volverse a encontrar nunca.»



[Artículo publicado originalmente en CanariasAhora] 

viernes, 21 de abril de 2017

Hans Christian Andersen: cuento de desamor


El cuento de la Sirenita está de aniversario. Se cumplen 180 años desde su publicación. Prácticamente dos siglos desde que el poeta y escritor danés, Hans Christian Andersen, lo incluyera en el tercer volumen de Cuentos de hadas contados para niños. Un relato que se aleja de la versión azucarada que Disney llevó a los cines, sin final feliz o perdices a la vista, pues la Sirenita fue concebida como el desahogo de un corazón roto. Un cuento donde la renuncia y la desesperanza lo ocupan todo, reflejo de la desdichada vida amorosa de Andersen, que vio frustrados todos sus intentos de enamorarse.

Sus cuentos serían el refugio de sus penas, un salvoconducto para la posteridad que no le ayudaría a experimentar aquello que tanto anhelaba: un amor correspondido. En su diario dejaría escrito este lamento: «Todopoderoso Dios, tú eres lo único que tengo, tú que gobiernas mi sino, ¡debo rendirme a ti! ¡Dame una forma de vida! ¡Dame una novia! ¡Mi sangre quiere amor, como lo quiere mi corazón!». Una petición desoída y que dejó a Andersen con una sexualidad frustrada. Sus deseos iban en ambas direcciones, llegando a declarar su amor tanto a mujeres como a hombres, pero obteniendo siempre como respuesta un desconsolado premio de consolación: amistad. Visto como un hermano, quedó privado de afecto.


Un patito feo que no llegó a cisne

Hans Christian Andersen creció siendo un muchacho desgarbado, con rasgos que no parecían encajar entre sí y con unos modales afeminados que no invitaban a la popularidad. No es de extrañar, entonces, que uno de sus primeros cuentos fuese El patito feo. Pero a diferencia de su protagonista, Andersen no llegó nunca a alcanzar la fase de cisne, ni tan siquiera cuando sus historias se recibían con entusiasmo entre los miembros de la Corte.

Tan poco agraciado era, que William Bloch, autor y director teatral danés, lo describiría así: «Extraño y bizarro en sus movimientos. Sus piernas y sus brazos son largos, delgados y fuera de toda proporción; sus manos, anchas y planas, y sus pies son tan gigantescos que nadie piensa en robarle las botas. Su nariz es, digamos, de estilo romano, pero tan desproporcionadamente larga que domina toda la cara; cuando uno se despide de él, su nariz es lo que más recuerda.»

Profesionalmente alcanzó un prestigio que se ha mantenido inalterable hasta nuestros días. En Dinamarca es considerado un héroe nacional y su figura corona varias plazas. Pero su imagen de patito feo nunca lo abandonaría, incapaz de traspasar el umbral de lo platónico. Como nunca se casó, ni llegó a mantener relaciones sexuales, su imagen quedaría asociada a la pureza. Un personaje blanco y angelical, adjetivos muy útiles para su asociación con el mundo de los cuentos. Este legado se mantuvo inmaculado hasta que Jackie Wullschlager se atrevió a profundizar en la parte más terrenal del autor quien, al parecer, tenía pulsiones humanas después de todo. En La vida de un narrador, Wullschlager destierra la idea de una castidad elegida por convicción, y más propiciada por el miedo y la culpabilidad religiosa.

Durante su estancia en París, Andersen visitaría varios burdeles pero su represión sólo le permitiría hablar con las chicas y hacer acopio mental de imágenes para su posterior desahogo, siempre a solas. Una actividad que practicaba con intensidad, hasta el punto de sentir dolor. De hecho, cada vez que se masturbaba añadía una cruz en su diario, un registro que solía incluir muchos más detalles, descritos con inesperada franqueza. Por lo que no parece que tuviera un verdadero afán de mantener intacta su inocencia, sino que se movía entre el deseo y la culpa como una condena.

sábado, 4 de febrero de 2017

Los secretos de Andrew Wyeth



A Andrew Wyeth le gustaba pasear por las praderas y bosques próximos a su casa de Chadds Ford, Pensilvania. Los paseos eran una simple excusa para poder estar a solas, así de grande era su necesidad de abstracción. Su mayor deseo era un imposible: poder pintar sin estar presente, que sólo sus manos formasen parte de la realidad, dejando al resto de su ser al margen. Un sueño inalcanzable pero al que conseguía aproximarse recorriendo aquellos prados: “Cuando estoy solo en el bosque, caminando a través del campo, me olvido de todo lo relacionado conmigo mismo. Dejo de existir”.

Se podría pensar que estos paseos fueron la fuente de inspiración de su obra, pero él no quería motivos forzados. “Trato de salir de mí mismo mientras camino, estar en blanco; ser una especie de caja de resonancia, muy abierta a todo, todo el tiempo, para ser capaz de captar una vibración, un tono de algo o de alguien”. Su mujer, Betsy James, compartía esta opinión: “Él no es un artista bucólico que camina alrededor de las granjas en busca de paredes agrietadas. Es una cosa muy diferente. Va al límite”.

Ciertamente, las pinturas de Wyeth desprenden algo que supera las meras apariencias, sensaciones profundas irradian de sus retratos y paisajes. Una quietud misteriosa que obliga al espectador a detenerse y a indagar sobre los interrogantes que se agolpan en su cabeza. Suscita muchas preguntas acercarse a cualquiera de sus imágenes, tantas como las que el mundo se planteó en 1986, cuando el pintor hizo pública una serie −que llevaba realizando en secreto durante quince años− con una única protagonista: Helga Testorf. Una mujer desconocida, secreta, como siempre lo fue una parte de la vida de Wyeth.

domingo, 8 de enero de 2017

Thoreau: un pensador del mañana


Hay pocas imágenes de Henry Thoreau. Google nos devuelve, constantemente, las mismas dos fotografías: una primera a los 39 años y con una barba al estilo Lincoln; y otra a los 43, un año antes de morir de tuberculosis, donde empieza a apreciarse ya su deterioro. En esta última imagen, la barba le ocupa todo el rostro, el cual parece consumirse tras ella. El efecto resalta aún más la melancolía de sus ojos. Unos ojos que intrigan ya que, por un lado, parecen cansados y envejecidos, como si debido a su habilidad de percibir más que el resto se hubiesen agotado antes de tiempo. Pero por otro, bajo esos pliegues que caen y que coronan unas cejas de derrota, parece quedar un brillo. La chispa de la curiosidad: el universo de reflexiones que lo hizo adelantarse a su tiempo y vivir persiguiendo la verdad de las cosas. No iba a contentarse con lo establecido: ni las leyes, ni las costumbres. Iba a cuestionárselo todo, esperando llegar a ser una persona íntegra pero, sobre todo, alguien que había aprendido a vivir.



Desobediencia civil

Una prueba de su contundente honradez ocurrió en 1846, cuando con 29 años asumió su detención, después de que el sheriff de Concord le recordase que llevaba varios años sin pagar impuestos. Esta manifestación de rebeldía era su forma de protestar contra un Estado que llevaba a cabo actos reprobables, como la injustificada guerra contra Méjico o la esclavitud. Esto sucedió quince años antes de que se iniciara la Guerra de Secesión, hecho que Thoreau apenas presenció pues falleció al año de comenzar ésta.

Como en casi todo, terminó adelantándose y luchando por lo que él creía –y el tiempo le daría la razón− que era una sociedad más justa. Defensor del abolicionismo, sabía que la inacción te convertía en cómplice, de ahí que él mismo ayudase a varios esclavos a llegar hasta Canadá con ayuda de su madre y su hermana Helen. Estas últimas eran miembros fundadores de la Sociedad Antiesclavista Femenina de Concord, demostrando que las convicciones habían calado fuerte en toda la familia.


¿Qué sentido tenía poner estratos a la humanidad? ¿Por qué un hombre podía permitirse ser dueño de otro? Eran los interrogantes que asaltaban la mente del escritor. No tenía sentido acatar leyes inmorales y fundamentándose en eso, dejó de financiar las prácticas abusivas que estaban teniendo. Eso sí, sin obviar por ello su castigo.

Thoreau quería ser encarcelado, pues consideraba que “cuando un gobierno es injusto, el hogar de todo hombre honrado es la cárcel”.  Sin embargo, sólo pasó una noche en prisión, ya que pagaron su fianza al día siguiente. El bienintencionado gesto enfureció a Thoreau, que se negó a abandonar su celda para sorpresa del carcelero. El escritor aspiraba a que su tiempo en la cárcel sirviera de ejemplo, un modo de crear conciencia. “Todos los hombres reconocen el derecho a la revolución, es decir, el derecho a negar su lealtad y a oponerse al Gobierno cuando su tiranía o su ineficacia sean desmesurados e insoportables”, diría.

Aunque los hechos no se desarrollaron como esperaba, el escritor continuaría defendiendo su lucha mediante un manifiesto que llevó por título: Resistencia al gobierno civil y que su editor cambiaría, años después, por el más conocido: Desobediencia civil. Un ensayo que inspiraría a otros en la defensa de los derechos humanos, nombres de la talla de  Mahatma Gandhi o Martin Luther King. En él, Thoreau defendería su máxima de que el gobierno no debe tener más poder que el que los ciudadanos estén dispuestos a concederle:

“¿Debe el ciudadano renunciar a su conciencia, siquiera por un momento o en el menor grado a favor del legislador? ¿Entonces por qué posee conciencia el hombre? Pienso que debemos primero ser hombres y luego súbditos. No es deseable cultivar tanto respeto por la ley como por lo correcto. Se ha dicho con bastante verdad que una corporación no tiene conciencia, pero una corporación de hombres conscientes es una corporación con conciencia. La ley jamás hizo a los hombres ni un ápice más justos; además, gracias a su respeto por ella hasta los más generosos son convertidos día a día en agentes de injusticia. Un resultado común y natural del indebido respeto por la ley es que se puede ver una fila de soldados: coronel, capitán, cabo, dinamiteros… todos, marchar en admirable orden cruzando montes y valles hacia las guerras, contra su voluntad, sí, contra su propio sentido común y su conciencia, lo que convierte esto, de veras, en una ardua marcha de corazones palpitantes. No abrigan la menor duda de que están desempeñando una ocupación detestable teniendo todos inclinaciones pacíficas.”

En estos días de convulsión política, donde la corrupción es norma y ganan las opciones segregacionistas, ésas que señalan al vecino como culpable; donde los préstamos esconden rendición y pleitesía, alejando el poder del pueblo; en un momento de desencanto y rabia como éste, sería recomendable revisar el discurso de Thoreau. Un hombre que ya se preguntaba, en 1849, si la democracia que conocemos, es la mejor forma de gobierno posible.



La laguna de Walden

Si una cosa tenía clara Thoreau es que quería ser el dueño de su propio destino. Se negaba a dejarse arrastrar por la vida, considerando que ésta era demasiado valiosa como para no tomar parte activa en ella. “La mayoría de los hombres viven vidas de tranquila desesperación. Lo que llamamos resignación no es más que una confirmación de la desesperanza”, sentenciaría. Él quería vivir y vivir implicaba ser consciente y consecuente con sus acciones.

El 4 de julio, día de la Independencia en Estados Unidos, fue la fecha elegida por el autor para iniciar, también, su camino hacia la libertad mental y espiritual. Un experimento que lo llevó a instalarse cerca de la laguna de Walden, un espacio boscoso a las afueras de Concord, su pueblo natal.

“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentándome sólo a los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, no fuera que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido”

El lugar estaba lo suficientemente retirado de la civilización como para darle el aire que necesitaba pero no tan aislado como para no cruzarse con nadie. Porque Thoreau no huía de las personas –a las que defendía y por las que batalló sin descanso− aunque, tal vez sí, de la gente. Necesitaba ponerse a prueba pero desde su refugio estuvo siempre dispuesto a entablar conversación con transeúntes imprevistos y otras visitas programadas. Aprendiz constante, sabía que cada encuentro se convertía en una oportunidad de crecer.
La mayoría de sus conocidos de la ciudad acudían a aquella modesta cabaña, que él mismo se había construido, un tanto consternados por la excéntrica decisión del escritor de renunciar a las comodidades que su posición le concedía:

“Para ellos la vida estaba llena de peligros y creían que un hombre prudente elegiría cuidadosamente la opción más segura, donde uno pudiera tener a mano al doctor en caso de urgencia. Para ellos la ciudad era literalmente una comunidad, una asociación para la defensa mutua, y podéis suponer que no saldrían ni a buscar arándanos sin un botiquín de viaje. Esto es como decir: si un hombre está vivo, siempre hay peligro de que muera, aunque hay que admitir que el peligro es menor en la medida en que el hombre se va convirtiendo en un muerto en vida”.

Thoreau sabía que el lujo que disfruta una clase se compensaba con la indigencia de otra y siendo tan sensible a las injusticias como era, descubrió rápidamente que aquel afán materialista de atesorar bienes y trabajar en exceso, con la única finalidad de seguir acumulando, era una trampa.  

Interior de la cabaña
Simplificando la propia existencia, en cambio, se podía empezar a apreciar la esencia de las cosas; gestionando los esfuerzos y direccionándolos hacia un cometido más profundo. Una filosofía vital que favorecía el despojo: pobre en riquezas externas pero rica en posesiones internas. “Mi modo de vida me ofrecía al menos una ventaja sobre quienes para divertirse están obligados a mirar afuera, hacia la sociedad y el teatro, pues mi propia vida llegó a ser mi diversión y nunca dejó de aportarme cosas nuevas”.

Cuesta imaginar que el siglo XIX fuese percibido como un tiempo veloz y sumido en distracciones, sobre todo si lo comparamos con nuestro momento actual donde prima la inmediatez y el desdoblamiento de la multitarea. Thoreau, de tener la posibilidad de viajar en el tiempo, se vería desbordado por la infinitud de estímulos.

No obstante, aunque los entretenimientos de hoy sean mayores, se vuelve a cumplir la observación del escritor, hecha cientos de años atrás: accedemos a que sean las circunstancias externas y transitorias las que fabriquen las ocasiones fundamentales de nuestra existencia. Hoy, si cabe, con mayor irresponsabilidad.

La cabaña de Thoreau
Hemos olvidado que nuestro tiempo aquí es limitado y lo malgastamos en un simulacro de vida que no termina de dar el salto a lo auténtico. Somos una sociedad cómoda que percibe la realidad a través de una pantalla, pendiente de la volátil aprobación ajena. Preocupados de lo superfluo, sustituimos el vivir por consumir y con eso vamos parcheando el vacío, que no deja de crecer y desperdigarse.

Thoreau abandonó Walden a los dos años, “me pareció que quizás tenía otras vidas que vivir y que no podía dedicar más tiempo a ésta”, escribiría en su ensayo, bautizado igual que la mágica laguna. La oportunidad le sirvió para desplegar y arraigar pensamientos atemporales que invitan al lector a coger las riendas de su propia vida y a seguir soñando, colonizando nuevos mundos interiores.


“Con mi experimento aprendí al menos que quien avance confiado en la dirección de sus sueños y acometa la vida tal como la ha imaginado recibirá a cambio una gratificación que no le otorgará el tiempo ordinario. Dejará atrás algunas cosas, cruzará una frontera invisible; leyes nuevas, universales y más tolerantes comenzarán a regir en su beneficio, en un sentido más generoso, y vivirá con la libertad de la que gozan los más elevados. Conforme simplifique su vida, las leyes del universo parecerán menos complicadas y la soledad ya no será soledad, ni la pobreza tal pobreza, ni la debilidad tal debilidad. Si construye castillos en el aire, su obra no se perderá: ahí están bien edificados”. 

[Artículo publicado originalmente en CanariasAhora]

miércoles, 5 de octubre de 2016

Virginia Woolf quiere verte escribir

La escritora Virginia Woolf recibió el encargo, en 1928, de elaborar una serie de conferencias que tratasen la relación de la mujer con la novela. Por aquel entonces, Woolf había publicado ya varias de sus obras más importantes, como Orlando o La señora Dalloway, siendo la candidata perfecta para analizar dicho tema.  Encontrando, a su vez, una oportunidad de oro para servir de ejemplo a las estudiantes que estaban abriéndose paso en la educación superior.



Como todos los inicios, la vida universitaria de las mujeres estaba llena de contradicciones. Empezaban a poder estudiar una carrera, cierto, pero no eran miembros de pleno derecho en las instituciones. Los contados centros que las admitían poseían recursos más que limitados, lo que se reflejaba en todo: desde los alimentos que consumían hasta los libros a su alcance. Si bien podían visitar el campus de las grandes universidades masculinas, seguían necesitando un justificante para poder acceder a la biblioteca. Algo tan sencillo como descansar en el césped, era también una actividad vetada, restringida a profesores y estudiantes destacados. Todos varones, por supuesto.

Un reglamento duro pero acorde con los tiempos, donde convivían a la vez movimientos progresistas y posturas de rechazo. El mismo año que Woolf defendía la igualdad de derechos, Cecil Gray  −estudioso de la música− afirmaba con orgullo: “Una mujer que compone es como un perro que anda sobre sus patas traseras. No lo hace bien pero ya sorprende que pueda hacerlo en absoluto.” Así de grande era el contraste en una sociedad que, a juicio de la escritora, estaba dividida por el miedo: “Cuando los hombres insisten con demasiado énfasis sobre la inferioridad de las mujeres, no es la inferioridad de éstas lo que les preocupa, sino su propia superioridad”. Pensar así proporcionaba una garantía de seguridad, de seguridad en sí mimos. Una cualidad que tiende a ser incierta a lo largo de la vida pero que logra anclarse cuando se da por sentada, asumiéndose como propia por el arbitrario hecho de pertenecer a un género determinado. Asegurarse de que la mitad de la humanidad está por debajo −aunque sea un espejismo−, da tranquilidad y alienta.

Durante todos estos siglos, las mujeres han sido los espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar una silueta del hombre de tamaño doble del natural”, declararía Woolf durante la conferencia. Ésta terminaría convirtiéndose en un libro de título anticipatorio: Una habitación propia. O lo que es lo mismo, la necesidad de autonomía de la mujer a la hora de escribir. Una libertad que, según el discurso de la autora, se ve reflejada en dos cosas:


1) Contar con una habitación privada donde poder trabajar.

2) Y quinientas libras al año con las que subsistir.


A día de hoy pueden resultar peticiones lógicas pero no era tan evidente por aquel entonces. La mayoría de las mujeres que escribían, lo habían hecho en mitad del salón familiar, intercalando el trabajo con otras tareas y al reclamo de cualquiera que se presentase. Así lo hizo Jane Austen quien, además de no contar con un espacio privado en el que poder concentrarse, debía estar pendiente del chirriar de la puerta que anticipaba las visitas y le concedía el tiempo justo para esconder sus manuscritos.

lunes, 5 de septiembre de 2016

Alaska: El fenómeno Chris McCandless

Era 1845 cuando Henry Thoreau renegó de su vida en el pueblo de Concord y se adentró en los bosques de Massachusetts con un propósito claro: Vivir deliberadamente. «Enfrentar solo los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido», serían sus palabras.

Durante dos años se trasladó a una cabaña, sumergida en plena naturaleza, desde la que trascribiría sus pensamientos. Un trabajo de introspección que vería la luz en Walden. La obra expresaba su deseo de escapar del exceso de civilización. La búsqueda de una vida más simple y carente de lujos pero donde la contemplación estuviera presente. Para Thoreau, la mayoría de la gente se limitaba a reaccionar sin mayores propósitos o posponiendo éstos a un futurible mañana. «No viven, sobreviven», diría. 

Este mensaje calaría hondo en otro soñador que también se cuestionaba el modo de vida que le habían marcado. Su  nombre era Chris McCandless. Recién licenciado en 1990, donaría todos sus ahorros y partiría hacia el norte de Estados Unidos, en un viaje sin fecha de regreso. Su historia se haría célebre a raíz de un artículo del periodista Jon Krakauer quien, cautivado por el personaje, recabaría más datos con la intención de conformar su futuro best seller: Hacia rutas salvajes. El germen que daría lugar al antihéroe en el que muchos se verían reflejados. 



martes, 16 de agosto de 2016

Alaska: retornar a lo salvaje

Descubrir nuevos mundos es intrínseco a la condición humana. Pasar la siguiente curva, ver que hay al otro lado de la montaña, ir más allá del río, cruzar el océano. Siempre un poco más lejos, en constante progresión hacia lo desconocido. Tal afán, muchas veces temerario y otras unido, necesariamente, a la cruda supervivencia, nos sigue fascinando.  De no ser así, igual seguiríamos medievalmente acorralados por los monstruos, del imaginario precipicio al final del horizonte.


Tras mapear mar y aire, seguimos aspirando a nuevos territorios: la Luna, Marte, la Galaxia, el Universo... Y así, previsiblemente, continuaremos avanzando en terreno extraño, colonizando planetas y, quizás, a otros. Forzosamente ocurrirá, que nuestro destino nómada se imponga, basándonos en la circunstancia inevitable que, dentro de miles de millones de años, extinguirá nuestro sol (si no agotamos el resto de recursos antes). Dejando a las visionarias Crónicas marcianas de Bradbury, en anecdótica excursión dominical. Habrá que ir mucho más lejos entonces. Así que, tal vez, mantener vivo el instinto explorador no sea tan malo.