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domingo, 9 de julio de 2017

Conectadogs: un lugar para las segundas oportunidades

Cuando me acerqué al mundo del voluntariado, lo hice desde el más absoluto desconocimiento, ajena a la dureza de las protectoras de animales. Como la mayoría, no era consciente del trabajo y las necesidades de este tipo de centros. Mi propósito era ayudar y fui allí sin más pretensión que ésa: echar una mano en lo que hiciera falta. Afortunadamente, cada vez son más las personas dispuestas a implicarse y a aportar su pequeño granito arena a estas causas. Sin embargo,  el abandono de animales en España mantiene unas cifras preocupantes: sólo en 2015 las sociedades protectoras atendieron 137.000 casos. Por eso, aunque trabajadores y voluntarios dan lo mejor de sí, no es suficiente.

El flujo de animales es tan masivo que resulta imposible llevar a cabo un seguimiento individualizado. En general pueden más las prisas de contener lo incontenible, lo que desencadena que se anteponga la adopción a toda costa. El problema de esta solución es que su efectividad sólo sirve a corto plazo. Un perro sale del centro, sí, pero la ausencia de valoración previa no prevé las incompatibilidades que puedan surgir. ¿El resultado? El animal se devuelve a la protectora y empieza a ser tachado de “difícil”, el primero de muchos adjetivos que se volverán menos amables con el tiempo y la falta de oportunidades.


Una máxima a tener en cuenta a la hora de adoptar es que no todos los perros son iguales. Afinidades aparte, cada uno tiene sus rasgos: los hay más nerviosos o más tranquilos, más obedientes o indisciplinados, sociables o asustadizos… pero más importante aún, provienen de entornos distintos. Y la mayoría con un pasado que les pesa. Lo cual va unido a problemas de conducta si no son tratados correctamente. Por eso, conocer cada caso proporciona unos datos valiosísimos a la hora de encontrar un dueño adecuado. Porque la información −en ambas direcciones− es el único seguro para una adopción feliz.

En mi caso, no cambio la experiencia de haber sido voluntaria. Gracias a ello me crucé con Ronda, una perra que se convirtió en la mejor compañía.  Pero al mismo tiempo, la vivencia me dejó un regusto amargo, esa sensación de que aún quedan muchas cosas por hacer. De un sentimiento parecido surge Conectadogs, un grupo de personas que, conscientes de estos vacíos, han querido actuar y atender los problemas que quedan al margen por falta de recursos, tiempo o formación. El proyecto quiere ofrecer un trato individualizado a los perros con necesidades especiales. Su fin es rehabilitarlos y romper así con el ciclo de devolución y aislamiento.

En palabras de uno de sus impulsores, Javier Ruiz, “es el primer centro de recuperación canina de España, donde trabajaremos por el bienestar de todos aquellos perros que han agotado sus oportunidades y a los que una legislación antigua o mal planteada ha condenado a vivir por siempre en la soledad de un chenil”. Pero no sólo se caracterizan por ser un salvavidas para aquellos casos más extremos, sino que su objetivo va más allá y propone aunar terapias. Una apuesta totalmente pionera en España donde los perros servirán de apoyo, ejerciendo como co-terapeutas a niños y jóvenes que viven en centros de acción educativa o para luchar contra el acoso escolar. 

Actualmente, el equipo de Conectadogs se encuentra inmerso en una campaña en redes sociales bajo el hashtag #DejaHuella, y ha puesto en marcha un crowdfunding como primer paso para su financiación. Una suma de esfuerzos para dar luz verde a este maravilloso proyecto en el que convergen psicólogos y adiestradores, pero sobre todo, personas comprometidas. De aquellas que todavía se atreven a perseguir ideales y a luchar por hacer de este mundo un lugar mejor.

jueves, 27 de abril de 2017

2 meses sin

La vida sin Ronda continúa. Han pasado dos meses, aunque el tiempo ahora se mide de un modo distinto. Uno que convierte los minutos en algo más denso y pesado. Como si la sensación temporal se duplicase, viviendo el doble de horas por día. Pero no, sólo han pasado dos meses. Dos largos y extenuantes meses con sus insómincas noches.


Espero volver a dormir bien algún día. Sin sobresaltos ni desvelos. Porque esos momentos de la noche son los peores. No sé qué tienen esas horas para dar tan clarividencia, pero es ahí cuando los miedos se vuelven más puros. La angustia aparece desnuda y dispuesta a mostrar todos sus rincones; enfrentándote a todo lo que llevas evitando durante el día (dicho así suena muy poético pero es una mierda, punto)

ronda, valle colina, adopcion, lobo herreño, muerte, perro, perdida

Es devastador querer huir de tus propios pensamientos, tener que ahogarlos con cualquier cosa porque el silencio no es una opción. ¡Agotador! Silenciar mi propia conciencia me ha regalado un par de canas. Es mi regalo de bienvenida a la vejez: tome usted, un motivo más por el que preocuparse. Aunque ahora mismo éste ocupa un lugar bastante bajo en mi ranking de tragedias, pero aspiraba a volverme canosa cuando pagar una peluquería no fuese un problema.


Pese a todo, he empezado a recuperar ciertos hábitos y creo que consigo aparentar bastante bien una normalidad que no incomode al resto: de puertas para fuera, nadie lo diría. Lo que sí percibo es una mecha más corta en general. Una ultrasensibilidad que me hace menos tolerante con la estupidez y las faltas de respeto. A lo mejor vivir en el monte me está haciendo más huraña pero no soporto las faltas de educación, la desconsideración y la invasión de mi espacio. Si pudiera ir haciendo desaparecer gente con un botón, lo desgastaría. Por otro lado, vuelvo a valorar los pequeños momentos, como el paisaje desde el coche o una conversación inesperadamente interesante. Quiero acumular más de todo eso, lo cual es un buen síntoma que me aleja del ostracismo.


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Lo que no se me va (y tal vez no lo haga nunca), es el pensar constantemente lo que a Ronda le habría gustado estar ahí, cómo lo habría disfrutado y lo mucho que su presencia mejoraría el momento. Lo sé, es devaluar la realidad en favor de un imposible pero no puedo evitarlo. A los creyentes les reconforta pensar que el otro sigue ahí de algún modo (con las terribles consecuencias para la intimidad que conlleva eso) pero mi realidad no es compatible con este tipo de fantasías. Ya no está y no volverá a estar nunca más. Asumir este infinito inalterable es lo más duro, pues no deja de ser un derivado más del miedo a la muerte. Qué pena que nada de esto tenga sentido y que todo esté destinado al más absoluto de los olvidos.

viernes, 3 de marzo de 2017

Superar la muerte de un perro

Hace una semana, escribí:


«La ausencia de Ronda es tan grande, que se ha llevado una parte de mí y ahora sólo puedo vivir a medias. Todo lo bueno lo percibo en su versión más pobre. Y lo malo aparece mil veces potenciado.

Sé que la mente es engañosa pero ahora mismo siento que nunca antes estuve verdaderamente triste. Que sentí apatía, desencanto y, tal vez, una versión adulterada de lo que era la tristeza. Pero nada más, simple simulacro.

No sé cómo la gente afronta y supera las pérdidas, cómo consiguen salir adelante. Hoy me parece que nunca lo hacen, que únicamente se limitan a disimular y fingir que viven cuando sólo representan una vida. Viven pero en otra versión de la realidad, una que filtra las cosas buenas, dejando pasar sólo una pequeña parte; mientras el dolor se abre paso en toda su crudeza.»


Han pasado los días y parece que también las lágrimas. O al menos, ya no me echo a llorar cada diez minutos cuando miro hacia determinados rincones de la casa, o me parece oír sus pasos o percibir su sombra. Ahora entiendo que la gente crea en fantasmas. Nuestro cerebro se empeña en lanzar espejismos, una y otra vez. Si te sugestionas, eres capaz de aferrarte a cualquier cosa. Pero no, ella ya no está.

Es curioso. Yo era de las que no entendía todo el ritual que trae consigo la muerte: el ataúd, las flores, la ceremonia… Pensaba que lo mejor y más consecuente era donar los órganos del fallecido y despedirse sin tanto gasto o protocolo. Sigo pensando que, en mi caso, preferiría una opción más personal. Primero, por coherencia y segundo, porque nunca me han reconfortado las palabras de un cura en un entierro. Sin embargo, esa mentalidad práctica (incluso enfermizamente aséptica) que da la distancia, ha desaparecido.

Cuando vi a Ronda tumbada sobre la mesa del veterinario, ya sin respiración y totalmente ausente, me invadió el deseo de llevármela. No quería dejarla ir, y no hablo en un sentido espiritual, sabía que ya no estaba allí pero, repentinamente, su cuerpo cobró una importancia insospechada. Me daba miedo que la fueran a tratar con brusquedad, sin delicadeza, que la transportasen al crematorio como un simple bulto. Aunque su consciencia ya no estuviese y no pudiese experimentar dolor, quería que la cuidasen y la tratasen con respeto hasta el final.


Ahora tengo la urna con sus cenizas en casa y yo, que creía tener racionalizados los efectos de la muerte, he terminado aferrada a esos restos de grava, sintiendo que aún no ha llegado el momento de despedirme. No es que quiera quedarme con ellas pero tampoco me siento preparada para verlas desaparecer. Ese acto parece tener más significado y connotaciones emocionales de las que esperaba. Por eso me he vuelto más comprensiva con los rituales ajenos y agradezco que haya unas pautas marcadas que sirvan de guía porque, en un momento así, es demasiado fácil bloquearse.

Desafortunadamente, en cuanto a duelo personal no hay nada escrito. Me gustaría conocer la receta mágica para superar la muerte de un ser querido. Descubrir la estrategia e ir dando los pasos adecuados, uno tras otro, hasta conseguirlo. Ojalá entendiese el proceso. De momento me limito a llevar a cabo los pequeños grandes actos, como recuperar hábitos o recopilar sus cosas con el fin de separar lo que puede donarse, de lo que quiero guardar y lo que no. Al final le he regalado todo a Vicky, la podenco que adoptó Guillermo casi a la par que Ronda. Además de su pasado en Valle Colino, ambas comparten esa mirada de ojos tristes que te atraviesan y dicen tanto sin necesidad de palabras. No se separó de mi lado durante la visita y acariciarla fue terapéutico. ¡Hay tanto que agradecer a los perros! A esa forma única que tienen de transmitirnos afecto, calma e incondicionalidad. No hay nada igual.

Vicky y Ronda en el monte

El pensamiento que más me asalta estos días es el de frustración. Me indigna comprobar como todo sigue. Objetivamente sé que nuestro paso por el mundo es de una trascendencia minúscula, que a pocos dejaremos huella y aun así, ese recuerdo está destinado a extinguirse también. Aun así, me duele ver como los días se suceden sin consecuencias. Es cierto que yo los percibo en una tonalidad más gris pero no es suficiente. Y sé que no es sano pero sigue molestándome.

Últimamente sólo puedo refugiarme en las palabras de escritores, son de las pocas cosas que consiguen reconfortarme. Reflexiones como éstas:

La muerte de ciertos seres humanos me tiene a veces sin cuidado, pero la de un perro no me deja nunca indiferente. Siempre sostuve que los animales son mejores que las personas y que cuando algún humano desaparece del mapa, el mundo no pierde gran cosa, incluso se libera de un verdugo o de un imbécil, pero cada vez que muere un perro, todo se vuelve más desleal y sombrío. (artículo completo aquí)


No hay compañía más silenciosa y grata. No hay lealtad tan conmovedora como la de sus ojos atentos, sus lengüetazos y su trufa próxima y húmeda. Nada tan asombroso como la extrema perspicacia de un perro inteligente. No existe mejor alivio para la melancolía y la soledad que su compañía fiel, la seguridad de que moriría por ti, sacrificándose por una caricia o una palabra. He dicho muchas veces que ningún ser humano vale lo que un buen perro. Cuando uno de nosotros muere, no se pierde gran cosa. La vida me dio esa certeza. Pero cuando desaparece un perro noble y valiente, el mundo se torna más oscuro. Más triste y más sucio. (artículo completo aquí)


Siempre me han gustado los animales, pero no conviví con uno (no amé a uno) hasta hace más o menos treinta años, que fue cuando tuve a mi primer perro. Y sí, Anatole France tiene razón: a partir de aquel momento, algo se despertó en mí. Algo que yo ignoraba se hizo presente. Fue como desvelar una porción del mundo que antaño estaba oculta, o como añadirle una nueva dimensión. Convivir con un animal te hace más sabio. Contemplas las cosas de manera distinta y llegas a entenderte a ti mismo de otro modo, como formando parte de algo más vasto. (artículo completo aquí)


Algunas personas también me han sorprendido para bien, por suerte. Ha habido mensajes sinceros y algunos gestos pero como Reverte, me queda la impresión de que el mundo se ha vuelto un lugar más sombrío. Si el tiempo mitigará este efecto, lo desconozco. Vivir al día nunca se había sentido tan inevitable...  

lunes, 27 de febrero de 2017

Ronda: breve homenaje al amor


La primera vez que vi a Ronda, ella ya me había visto a mí. Sentí sus ojos en mi espalda y pese a estar inmersa en unas circunstancias que la aterrorizaban, me sonrió. Se encontraba dentro de un chenil (una jaula típica de las perreras), junto a un Samoyedo blanco llamado Búnker, mucho más vistoso y acorde nuestros cánones del perfecto peluche. Pero una vez superada la primera impresión, esos segundos prejuiciosos, quien se ganó mi corazón fue ella.

Yo llevaba varias semanas siendo voluntaria en Valle Colino cuando la vi. Ronda no era una perra expresiva ni confiada, de esas que prodigan cariño a cualquiera. Sin embargo, conmigo conectó. No sé por qué, no hice nada especial para ganarme su reservado afecto pero imagino que se debió a esa percepción única que tienen los perros, a esa capacidad de adelantarse a los acontecimientos y de ver más allá. De algún modo supo que yo no me rendiría, que estábamos destinadas a estar juntas. Porque verdaderamente sé, que ninguna hubiese podido encontrar compañera mejor.

Su caso era complicado. La habían abandonado a su suerte en Vía de Ronda (de ahí su nombre), una autovía donde los coches cruzan con prisas en ambas direcciones. Desorientada y asustada, fue incapaz de esquivar el tráfico, sin que nadie la socorriera. Creen que agonizó, arrastrándose por la cuneta durante varios días hasta que alguien la encontró, una (o varias) de esas personas que compensan la mezquindad del resto. Desconozco sus nombres pero fueron los primeros en salvarla. Porque a Ronda la salvaron muchas veces pero pese a esa desgracia, siempre tuvo su reverso de suerte.

Ronda en Valle Colino vs Ronda unos años de cariño después


Volviendo a ser un perro


El accidente le dejó una cadera rota y una operación que trató de arreglársela. Tampoco supe que veterinario la atendió en aquel momento pero le estaré eternamente agradecida, hizo un trabajo insuperable. Tal vez en ese momento no lo parecía pues Ronda tardó varios meses en volver a caminar y cada paso le dolía. Varios voluntarios se hicieron cargo de ella durante este proceso, momento en el que se hizo evidente su ansiedad y, aunque ésta descendió con el tiempo, nunca se desharía completamente de ella. Es lo que se conoce como “ansiedad por separación” un problema que cuesta corregir pues ocurre cuando el dueño no está delante.

Pese a ello, Ronda fue la mejor perra del mundo. Lista como ninguna, lo aprendía todo en el acto y parecía leer a las personas con una maestría que muchos envidiarían. Yo la llamaba “mi perra E.T.”, porque era tanta la sintonía, que su ánimo parecía acoplarse siempre al mío. Era sensible y me buscaba con la mirada, como esperando mi asentimiento ante cualquier encuentro o circunstancia nueva. También le tenía miedo a los hombres, consecuencia de un maltrato anterior, y desconfiaba en los comienzos. Era evidente que había sufrido pero, poco a poco, consiguió salir de ese estado que la reprimía y le impedía incluso ladrar o perseguir una pelota.

Su cariño era silencioso, interrumpido sólo por el traqueteo de sus patas mientras me seguía por la casa. Estar a mi lado le daba seguridad pero con el tiempo aprendió a no estresarse con el resto de la familia y le bastaba nuestra compañía para estar en calma. Era tanta la quietud y paciencia que mostraba a nuestro lado, que pasaba desapercibida, acurrucada bajo las mesas. Ésa fue su única petición: no estar sola. Y en 6 años, nunca lo estuvo, gracias a los malabarismos que hicimos entre todos. Fue duro y hubo momentos angustiosos donde temía que llegase un día en que no pudiéramos coordinarnos pero tenía claro que no íbamos a dejarla. Porque el compromiso con un perro debe ser irrompible, ya sea solamente, por devolver una parte de esa lealtad que nos profesan.


A Ronda ya la habían intentado adoptar tres veces con idéntico resultado: ser devuelta al albergue. Es algo comprensible pero ni yo ni mi familia elegimos esa vía y puedo garantizar que compensó el esfuerzo. Debido a esto, fue una perra que nos acompañó más de lo acostumbrado. La llevábamos a todas partes y su compañía mejoraba cualquier experiencia. Te daba un motivo para levantarte por la mañanas y los rápidos vistazos al retrovisor, te mostraban una sonrisa agradecida y unos ojos ilusionados, haciéndote apreciar los pequeños matices de la vida.  Seguramente Ronda haya recorrido más rincones de esta isla que la mayoría de la gente; y no sólo ha estado en ellos, se ha deleitado. No podía hablar pero sus miradas y sus gestos parecían dar muestra de un mundo interior que a nosotros se nos escapa.

Como esas pesadillas, que nunca la abandonaron del todo. Sus gemidos nocturnos me ponían en alerta pero bastaban unas palabras para sacarla de ese trance y ver transmutar su cara del desconcierto al alivio. Nunca olvidaré esa expresión. Una que ojalá ningún perro tuviera que experimentar pero que no deja de ser una señal del avance −lento, pero avance− de nuestra sociedad. Hoy se debate cambiar la legislación para proteger los derechos de los animales (#AnimalesNoSonCosas), concediéndoles el respeto que merecen. Y sí, ojalá ningún perro volviese a tener pesadillas pero la realidad me dice que, con cada sueño angustioso de un animal, aparece un ser humano dispuesto a comprometerse.

lunes, 20 de junio de 2016

la perrolatría de marías

Hace tiempo que desterré las discusiones políticas y, mucho más, lo intentos de convencer a nadie. Todavía me entristece la actitud de tantísima gente en este aspecto y me frustran las injusticias que no dejan de producirse, sobre todo entre una clase política que se ha profesionalizado, distanciada de sus propósitos originales y de la gente a la que (no lo olvidemos nunca) representa. Estoy cansada de pedir un poco de coherencia y de poner esperanzas en un futuro que se anticipa negro. Si la gente quiere seguir votando opciones masoquistas que nos hundan, hundámonos. Me siento bastante derrotista en este punto, la verdad.

Por eso, cuando leo opiniones exageradas y envenenadas de pronósticos apocalípticos referentes a opciones que (y es así, por mucho que se empeñen en repetir el mantra), aún hoy, no han podido demostrar ser desastre alguno, directamente las ignoro. Aunque vengan de gente a la que admiro, (sobre todo si sobrepasan una cierta edad). Lo asumo como un efecto secundario de los años: un síntoma de la vejez del que no son responsables.

En esta línea, traté de mantener al margen las puntas crecientes que iba soltando Javier Marías en sus últimos artículos. Hay que ser justos con la trayectoria vital y no cargarnos de golpe todo el crédito de alguien porque en sus últimos años tome posturas que no nos gusten. Pero una cosa es la discrepancia en intención de voto y otra la exaltación gratuita de la intolerancia.


Estoy hablando del último artículo, publicado en el País, del señor Marías, que ya empieza a hacer sangre desde el título: Perrolatría. Avanzaba los párrafos esperando encontrar una postura que suavizara las barbaridades que no dejaban de enlazarse. Vamos, Marías, déjame salvarte. Pero no, no hubo forma. El mal cuerpo me atragantó el desayuno, y la decepción, no sé si me irá algún día. Esa constante enfatización de lo “peligrosos” y “dañinos” que son los perros, a los que equipara con pistolas y puñales. Seres dispuestos a asesinar tras un guiño de su amo. Sanguinarios, sucios, molestos, ¡una plaga directamente! Lo único que me demuestra es que:

1)     No tiene ni idea de perros. A los que habrá visto de lejos, con repugnancia, imaginando historias paranoicas de conspiración asesina (vaya ángulo malo con el que mirar).  

2)     Chochea. Porque el que se permita hacer una referencia barata a Hitler (entre otras cosas), es de una bajeza tan representativa de falta de argumentos que, viniendo de alguien al que tenía por inteligente, sólo me deja la opción de la demencia. Dios mío, la tercera edad, qué mala es.



Podría entender que el problema de Marías con los perros, no fueran los perros en sí, sino la falta de educación. Yo los adoro pero también me molestan sus ladridos en bucle frente a un dueño impávido (y posiblemente sordo) o andar a saltos por el césped porque aquello es un campo de minas. Pero entiendo que el problema no radica en tener que cohabitar con ellos en la ciudad, sino el hacerlo con unos dueños que se saltan a la torera los principios de civismo y cortesía.

Lo mismo que ocurre con los niños que gritan y alborotan como posesos, cuyos padres no hacen ni el intento de poner orden. Me molestan pero lo hago sin perder el norte sobre la raíz del problema o lanzarme a pedir la erradicación de la infancia porque, oh qué dolor de cabeza dan ALGUNOS niños.  

¿Y los fumadores en las terrazas? Preferiría un mundo sin humo pero entiendo que en un espacio abierto (aunque el tabaco me llegue igualmente), tengamos que tener cabida todos. Sería un detalle no dejar el cigarro constantemente posicionado hacia mi mesa, contaminándome a mí y a mi plato, pero eso no me otorga el poder de amputar brazos o esperar que se prohíba un vicio que (ironía), de ninguna de las maneras, hace bien a nadie.

Creo en una libertad responsable y bien formada, la cual trae sus contras porque es imposible asegurar la responsabilidad y la formación, pero soy partidaria de asumirlos, esperando que el tiempo los reduzca. Por eso no espero que los desconocidos aguanten el vaho de mi perro en la cara durante un trayecto en transporte público o que tengan que quedarse de pie porque el mío ocupa un asiento. Ojalá se los admitiese en la guagua como ya ocurre (sin que nada haya estallado) en otros países pero, de momento, no tengo esa opción. Y ojalá hubiesen más playas donde poder llevarlos, porque con unos dueños responsables, su presencia sería mínima. Más generadora de sonrisas que de inconvenientes. El resumen es la educación. Es que no hay más. 

El artículo de Marías no parece apuntar en este sentido, sino en enumerar todas las cargas de tener un animal: que ensucian, que (nos) enferman, que cuestan dinero…Enorgulleciéndose de poner en duda el que puedan necesitar tratamiento psicológico. Pues no, no es que los perros tiren de psicoanálisis tumbados en un diván pero muchos han sufrido lo bastante como para arrastrar secuelas de por vida; con problemas de ansiedad por maltrato, abandono, atropello y, en ocasiones (como mi perra), todo junto. Así que tanto entrecomillado suspicaz, me sobra; a mí y a cualquiera que haya visitado una perrera o hablado con un adoptante alguna vez. 


perro, perrolatria, javier marias


Las tirrias personales de cada uno son eso, personales y de cada uno, así que no tenemos por qué aguantarlas. El que odie a los perros, los gatos, las gaviotas, los niños, el césped, el sol o el color azul, tiene un problema. Salvo que pueda permitirse comprar una isla desierta o cientos de hectáreas a la redonda, nos va a tocar convivir, y eso supone respetar pero también hacer concesiones. Volvernos intransigentes, queriendo imponer nuestro minucioso credo al resto, no sólo es inviable sino que además, nos hace peores personas. Y eso sí que sirve de medida, señor Marías (ya que lamentaba la relación entre bondad y propietarios de perros).

Siempre he entendido la sensibilidad como un concepto global y no algo afín a receptáculos aislados, que permiten retirarla completamente y al gusto, según intereses subjetivos. De ahí la pena. Porque esta ausencia de empatía tan clara, me hace plantearme mi admiración. Por una falta de juicio tan evidente a la hora de expresar una animadversión que, aunque lícita, es fruto de la amargura que da el desconocimiento y la intransigencia. De modo que tendría que haberla expresado en un círculo íntimo si quería pero no a modo de protesta en un medio tan visible, donde lo único que fomenta es la separación y el odio. Ha sido la gota que colma el vaso y temo que éste sea uno esos puntos de no retorno donde, difícilmente, nada volverá a ser lo mismo. 

Precisamente, en mi último artículo para CanariasAhora hablo de los animales y sobre como distintas investigaciones científicas les conceden rasgos que los humanos llevábamos siglos creyendo propios y en exclusiva. No son meros autómatas y aunque no seamos iguales (ni falta que hace), nuestro egocentrismo está destinado a acabarse. Estoy segura de que en el futuro se descubrirán más cualidades, sentimientos y otros síntomas de inteligencia y "humanización" en el reino animal, lo que nos quitará la superioridad moral con los que los tratamos y empezaremos de verdad a protegerlos. Porque cada especie ha llegado hasta aquí con una línea evolutiva diferente, pero nuestro origen es el mismo. Menospreciarlos a ellos, es negar nuestras propias capacidades que, si son superiores en cuestiones de ética, deberían traducirse en un respeto real. Compartimos planetas, no nos pertenece.