lunes, 27 de junio de 2016

esperando el pantallazo azul

Ella había ido enlazando temas que la ponían contenta, sentimiento potenciado por la cerveza de miel. Rememoraba recuerdos. No era de esas personas que ataban para siempre las canciones a momentos del pasado, inamoviblemente. Había excepciones, claro. Un mínimo de respeto era imprescindible −y recomendable− pero, ¿por qué no seguir prolongando una sensación positiva aunque ésta cambiase el reparto original? No tenía por qué renegar de ella. Sería injusto limitarla. Sobre todo por lo difícil que era encontrar esa magia y porque un instante de felicidad, no era exclusivo de un entorno.

Por eso las puso, esperando llenar de recuerdos nuevos la música. Fue algo espontáneo que, rápidamente, tuvo el deseo de ser contagioso: una epidemia que nivelase sus estados de ánimo. Algo presente. Importante.

No contaba con la impermeabilidad que conceden las pantallas y su capacidad de lanzar lejos a los que pueden tocarnos. Estaban juntos pero cada uno imbuido de sentimientos que ni se intuían. Encapsulados y ajenos, haciendo que aunque no había sido algo preparado, las expectativas breves, se dieran de bruces contra el suelo. 


Llegaron al final de Ryan Adams en ausencia del otro. La luz azul alumbraba ambas caras, resaltando la dirección de la atracción, que estaba lejos de ser la misma. Kilómetros de distancia donde conectar con los no presentes, los desconocidos y los que iban a mantener su mensaje, idéntico, mañana. Ésa era la diferencia, que no se trataba de una divergencia de intereses. Tan solo que −se decía ella−, mañana será lunes y habrá tiempo para preocuparse. Y como ya no se podía hacer nada (o ya se había hecho todo), ¿por qué dejar que robasen, también, esa noche de domingo? Sobre todo cuando, los dos, la necesitaban tanto.

viernes, 24 de junio de 2016

la posible imposibilidad

Tenía veintipocos años cuando intenté empezar a correr. Pese a ser joven, la viejunidad me invadía por dentro, reportándome un estado físico tan lamentable, que llegaba asfixiada  al aula de diseño de la facultad.  Tardaba un rato en recuperar el aliento después de sólo tres pisos de escaleras, lo que era una vergüenza; no sólo a la hora de hablar a los profesores con esa respiración sexy y encapsulada a lo Darth Vader, sino porque suponía una situación de penosidad desmedida en relación con el esfuerzo real al que me estaba enfrentando (tres míseros pisos en subida).

Aunque siempre he mantenido la esperanza de compartir la genética privilegiada de mi abuela (que es lo más cercano a la inmortalidad que conozco), no está bien relegar toda la suerte al ADN. Además, vivir muchos años en una forma tan decadente, no era apetecible.  Yo quería correr ligera cual cervatillo o, en su defecto, andar sin padecer contagio zombie. Algo digno, vaya, y, sobre todo, acorde con mi edad. Porque según esa línea evolutiva, ¿qué iba a ser de mi a los cincuenta? La visión de mí misma haciendo la croqueta para trasladarme de una habitación a otra, fue el punto de iluminación definitivo: iba a empezar a correr, sí o sí.

Un objetivo que (normal, por otro lado) resultó ser más inalcanzable de lo esperado. Porque como planteamiento parece sencillo: ponerse unos tenis, salir a la calle y dar un paso tras otro a una cierta velocidad. Obvié la aparición de esa puntada creciente en el costado que no sentía desde que tenía 8 años y llevaba dos horas haciendo acrobacias en el patio del colegio. Unida a una lluvia de puntitos estelares, de esos que nublan la vista y parecen augurar el traslado a una nueva dimensión. Por no hablar de la ausencia de oxígeno y el principio de infarto. Horrible todo. Aún recuerdo el trayecto exacto que hice y el infierno que me pareció.

Correr no era lo mío pero, por suerte, conseguí dar con actividades que sí me motivaban y que me ayudaron a ganar fondo físico. Fui mejorando y llevando una vida más activa sin apenas darme cuenta. Hasta llegué a participar en un par de carreras que terminé, con mi consecuente camiseta fosforito de recuerdo. Y ahí están, en mi armario, como prueba de que mi destino reptante ha sido anulado.


gato unicornio


Lo cierto es, que no tuve una conciencia real de mi progreso hasta el otro día, cuando salí a correr por el mismo trayecto que intenté años atrás. No sólo lo hice, sino que disfruté de ello y hubiera seguido más allá sin problemas. Me planteo repetirlo y superarlo en los próximos días, a modo de galletita cósmica-compensatoria con mi yo del pasado.

Es curioso como son los retos. No sé si le pasará a todo el mundo, porque admito que yo tengo una tendencia automática a infravalorarme y a pensar que no voy a ser capaz o que decepcionaré a todos, al inicio de casi cualquier cosa. Pero por otro lado, aunque me ponga en lo peor, lo compenso con trabajo. Siempre me había calificado a mí misma como una persona sin voluntad pero no es cierto. Cumplo lo que me propongo, aterrada e inmersa en la autocrítica, pero lo hago. Y cuando llego ahí, pienso: Bah, ¿y esto era lo que me preocupaba no conseguir? Así que intento recordarlo cada vez que un proyecto nuevo me paraliza, invadiéndome el deseo de abandonar. En un tiempo estaré preguntándome cómo era que lo veía tan imposible.

Lo mejor de estas victorias, es no parar de enlazarlas, porque así se aprovecha la carrerilla que da la euforia y el avance es mayor. Por eso este año no he parado de decir que sí o de intentar planes que creía imposibles. Algunos saldrán y otros no, pero de momento no me puedo quejar. Parece que vislumbro una salida, desconozco el punto final, pero estoy en movimiento y eso es algo que, hasta hace año y medio, no pasaba.

Siento si este post parece propaganda mística de autosuperación. Nada más lejos de la realidad. Porque una cosa es tener presente la valía personal a la hora de coger fuerzas para intentar algo y otra esperar que la solución o las mejoras, caigan del cielo, con la llamada a lametazos de un gatito en unicornio, a la puerta de casa. Hasta que se imponga ese formato acolchado de experiencias, tocará adaptarse y manejar realidades más inciertas y (oh qué pena) menos gatunas.   

lunes, 20 de junio de 2016

la perrolatría de marías

Hace tiempo que desterré las discusiones políticas y, mucho más, lo intentos de convencer a nadie. Todavía me entristece la actitud de tantísima gente en este aspecto y me frustran las injusticias que no dejan de producirse, sobre todo entre una clase política que se ha profesionalizado, distanciada de sus propósitos originales y de la gente a la que (no lo olvidemos nunca) representa. Estoy cansada de pedir un poco de coherencia y de poner esperanzas en un futuro que se anticipa negro. Si la gente quiere seguir votando opciones masoquistas que nos hundan, hundámonos. Me siento bastante derrotista en este punto, la verdad.

Por eso, cuando leo opiniones exageradas y envenenadas de pronósticos apocalípticos referentes a opciones que (y es así, por mucho que se empeñen en repetir el mantra), aún hoy, no han podido demostrar ser desastre alguno, directamente las ignoro. Aunque vengan de gente a la que admiro, (sobre todo si sobrepasan una cierta edad). Lo asumo como un efecto secundario de los años: un síntoma de la vejez del que no son responsables.

En esta línea, traté de mantener al margen las puntas crecientes que iba soltando Javier Marías en sus últimos artículos. Hay que ser justos con la trayectoria vital y no cargarnos de golpe todo el crédito de alguien porque en sus últimos años tome posturas que no nos gusten. Pero una cosa es la discrepancia en intención de voto y otra la exaltación gratuita de la intolerancia.


Estoy hablando del último artículo, publicado en el País, del señor Marías, que ya empieza a hacer sangre desde el título: Perrolatría. Avanzaba los párrafos esperando encontrar una postura que suavizara las barbaridades que no dejaban de enlazarse. Vamos, Marías, déjame salvarte. Pero no, no hubo forma. El mal cuerpo me atragantó el desayuno, y la decepción, no sé si me irá algún día. Esa constante enfatización de lo “peligrosos” y “dañinos” que son los perros, a los que equipara con pistolas y puñales. Seres dispuestos a asesinar tras un guiño de su amo. Sanguinarios, sucios, molestos, ¡una plaga directamente! Lo único que me demuestra es que:

1)     No tiene ni idea de perros. A los que habrá visto de lejos, con repugnancia, imaginando historias paranoicas de conspiración asesina (vaya ángulo malo con el que mirar).  

2)     Chochea. Porque el que se permita hacer una referencia barata a Hitler (entre otras cosas), es de una bajeza tan representativa de falta de argumentos que, viniendo de alguien al que tenía por inteligente, sólo me deja la opción de la demencia. Dios mío, la tercera edad, qué mala es.



Podría entender que el problema de Marías con los perros, no fueran los perros en sí, sino la falta de educación. Yo los adoro pero también me molestan sus ladridos en bucle frente a un dueño impávido (y posiblemente sordo) o andar a saltos por el césped porque aquello es un campo de minas. Pero entiendo que el problema no radica en tener que cohabitar con ellos en la ciudad, sino el hacerlo con unos dueños que se saltan a la torera los principios de civismo y cortesía.

Lo mismo que ocurre con los niños que gritan y alborotan como posesos, cuyos padres no hacen ni el intento de poner orden. Me molestan pero lo hago sin perder el norte sobre la raíz del problema o lanzarme a pedir la erradicación de la infancia porque, oh qué dolor de cabeza dan ALGUNOS niños.  

¿Y los fumadores en las terrazas? Preferiría un mundo sin humo pero entiendo que en un espacio abierto (aunque el tabaco me llegue igualmente), tengamos que tener cabida todos. Sería un detalle no dejar el cigarro constantemente posicionado hacia mi mesa, contaminándome a mí y a mi plato, pero eso no me otorga el poder de amputar brazos o esperar que se prohíba un vicio que (ironía), de ninguna de las maneras, hace bien a nadie.

Creo en una libertad responsable y bien formada, la cual trae sus contras porque es imposible asegurar la responsabilidad y la formación, pero soy partidaria de asumirlos, esperando que el tiempo los reduzca. Por eso no espero que los desconocidos aguanten el vaho de mi perro en la cara durante un trayecto en transporte público o que tengan que quedarse de pie porque el mío ocupa un asiento. Ojalá se los admitiese en la guagua como ya ocurre (sin que nada haya estallado) en otros países pero, de momento, no tengo esa opción. Y ojalá hubiesen más playas donde poder llevarlos, porque con unos dueños responsables, su presencia sería mínima. Más generadora de sonrisas que de inconvenientes. El resumen es la educación. Es que no hay más. 

El artículo de Marías no parece apuntar en este sentido, sino en enumerar todas las cargas de tener un animal: que ensucian, que (nos) enferman, que cuestan dinero…Enorgulleciéndose de poner en duda el que puedan necesitar tratamiento psicológico. Pues no, no es que los perros tiren de psicoanálisis tumbados en un diván pero muchos han sufrido lo bastante como para arrastrar secuelas de por vida; con problemas de ansiedad por maltrato, abandono, atropello y, en ocasiones (como mi perra), todo junto. Así que tanto entrecomillado suspicaz, me sobra; a mí y a cualquiera que haya visitado una perrera o hablado con un adoptante alguna vez. 


perro, perrolatria, javier marias


Las tirrias personales de cada uno son eso, personales y de cada uno, así que no tenemos por qué aguantarlas. El que odie a los perros, los gatos, las gaviotas, los niños, el césped, el sol o el color azul, tiene un problema. Salvo que pueda permitirse comprar una isla desierta o cientos de hectáreas a la redonda, nos va a tocar convivir, y eso supone respetar pero también hacer concesiones. Volvernos intransigentes, queriendo imponer nuestro minucioso credo al resto, no sólo es inviable sino que además, nos hace peores personas. Y eso sí que sirve de medida, señor Marías (ya que lamentaba la relación entre bondad y propietarios de perros).

Siempre he entendido la sensibilidad como un concepto global y no algo afín a receptáculos aislados, que permiten retirarla completamente y al gusto, según intereses subjetivos. De ahí la pena. Porque esta ausencia de empatía tan clara, me hace plantearme mi admiración. Por una falta de juicio tan evidente a la hora de expresar una animadversión que, aunque lícita, es fruto de la amargura que da el desconocimiento y la intransigencia. De modo que tendría que haberla expresado en un círculo íntimo si quería pero no a modo de protesta en un medio tan visible, donde lo único que fomenta es la separación y el odio. Ha sido la gota que colma el vaso y temo que éste sea uno esos puntos de no retorno donde, difícilmente, nada volverá a ser lo mismo. 

Precisamente, en mi último artículo para CanariasAhora hablo de los animales y sobre como distintas investigaciones científicas les conceden rasgos que los humanos llevábamos siglos creyendo propios y en exclusiva. No son meros autómatas y aunque no seamos iguales (ni falta que hace), nuestro egocentrismo está destinado a acabarse. Estoy segura de que en el futuro se descubrirán más cualidades, sentimientos y otros síntomas de inteligencia y "humanización" en el reino animal, lo que nos quitará la superioridad moral con los que los tratamos y empezaremos de verdad a protegerlos. Porque cada especie ha llegado hasta aquí con una línea evolutiva diferente, pero nuestro origen es el mismo. Menospreciarlos a ellos, es negar nuestras propias capacidades que, si son superiores en cuestiones de ética, deberían traducirse en un respeto real. Compartimos planetas, no nos pertenece. 

jueves, 16 de junio de 2016

la última pregunta

Mi careto mañanero y mi camisón, tienen el honor presentarles:


asimov, la ultima pregunta



La última pregunta de Isaac Asimov



Este libro lo leí hace unos meses tras encontrarlo por 1€ en el rastro. Pensé que era la gran ganga (y lo fue) pero de todos los relatos cortos que contiene, únicamente salvo uno (con mis perdones al señor Bradbury). ¡Pero que uno! Pasa el tiempo y sigo dándole vueltas. Tiene algo hipnótico y no sé qué es. Así que lo comparto por aquí, con la esperanza de sectarizar a alguien.